LIBRO IV DE LA ENEIDA / VIRGILIO
Lectura del tema 3.
Mas la reina hace tiempo, atormentada de grave cuidado,
con sangre de sus venas alimenta su herida y ciego ardor la devora.
El gran valor del héroe acude a su ánimo y la gloria
muy grande de este pueblo; se clavan en su pecho sus rasgos
y palabras y no deja el cuidado a su cuerpo el plácido descanso.
Y recorría las tierras la Aurora siguiente
con la luz de Febo y había alejado del cielo la húmeda sombra
cuando así se dirige, fuera de sí, a su hermana del alma:
«Ana, querida hermana, ¡qué ensueños me desvelan y me angustian!
¡Qué huésped tan extraordinario ha entrado en nuestra casa!
¡Qué prestancia la suya! ¡Qué fuerza en su pecho y en sus armas!
Ciertamente creo, y mi confianza no es vana, que es de dioses su raza.
El temor delata al pusilánime. ¡Ay, qué sino
lo zarandeó! ¡Qué combates librados narraba!
Si no estuviera en mi ánimo, fijo e inconmovible,
el propósito de a nadie unirme en vínculo matrimonial,
luego que mi primer amor me engañó, frustrada, con la muerte;
si no me hubiera hastiado del tálamo y la antorcha nupcial,
a esta sola infidelidad habría podido tal vez sucumbir.
Ana (te lo diré, sí) después del desgraciado destino de mi esposo
Siqueo y de que la trágica muerte de mi hermano manchase mis Penates,
sólo éste ha doblado mis sentidos y ha empujado mi lábil
corazón. Reconozco las huellas de una vieja llama
Mas antes querría que la tierra profunda se abriera ante mí,
o que me lanzase el padre omnipotente a las sombras con su rayo,
a las pálidas sombras del Erebo y a la noche profunda,
antes, Pudor, que profanarte o romper los juramentos que te hice.
Aquél, el primero que con él me unió, se llevó mis amores;
que los tenga consigo y los guarde en su sepulcro.»
Habló así, y llenó su regazo de impetuosas lágrimas.
Responde Ana: «Oh, más querida para tu hermana que la luz,
¿te desgarrarás sola, afligida, en mocedad eterna,
sin conocer dulces hijos ni los presentes de Venus?
¿Crees que se preocupan de esto las cenizas o los Manes enterrados?
Sea: no pudo pretendiente alguno doblegarte
ni aquí, en Libia, ni antes en Tiro; Yarbas fue despreciado
con otros caudillos a quienes África sustenta
rica en triunfos. ¿Lucharás también contra un amor deseado?
¿No tienes en cuenta de quién son los campos en que te has instalado?
Por aquí las ciudades getulas, raza invencible en la guerra,
y los númidas sin freno te rodean y la inhóspita Sirte;
por allí una región desolada por la sed y los barceos
furiosos. ¿Y qué decir de las guerras que se alzan en Tiro y las amenazas de tu hermano?
Creo, sin duda, que por auspicios divinos y el favor de Juno
mantuvieron hasta aquí su curso en alas del viento las naves troyanas.
¡Cómo has de ver esta ciudad, hermana, qué reinos has de ver surgir
con una boda así! ¡Con qué hazañas se alzará la gloria
púnica servida por las armas de Troya!
Pide sólo la venia de los dioses, con sacrificios adecuados
cuida la hospitalidad y trenza motivos para que se quede,
mientras las tormentas y Orión lluvioso descargan su ira en el mar
y las naves están aún sin reparar y el cielo tempestuoso.»
Estas palabras su ánimo encendieron con amor desmedido,
dieron esperanza a un corazón en duda y su pudor liberaron.
Al punto se dirigen a los templos y tratan de encontrar la paz
por los altares; sacrifican a Ceres legisladora ovejas
de dos años escogidas según el rito, y a Febo y al padre Lieo,
y antes que a nadie a Juno, que cuida de los lazos conyugales.
La propia Dido, bellísima, con la pátera en la diestra
vierte sus libaciones entre los cuernos de una blanca vaca,
o da vueltas junto a los pingües altares bajo la mirada de los dioses
y dedica el día a sus ofrendas y ansiosa consulta las entrañas
palpitantes de las víctimas en los pechos abiertos de los animales.
¡Ay, mentes ignorantes de los vates! ¿De qué sirven los votos
al demente, de qué los templos? Sigue la llama devorando
las tiernas médulas y palpita en su pecho la herida, calladamente.
Se consume Dido infeliz y vaga enloquecida
por toda la ciudad como la cierva tras el disparo
que, incauta, el pastor persiguiéndola alcanzó con sus flechas
en los bosques de Creta y le dejó el hierro volador
sin saberlo: aquélla recorre en su huida bosques y quebradas
dicteos; sigue la flecha mortal clavada a su costado.
Ahora lleva consigo a Eneas por las murallas
y le muestra las riquezas sidonias y una ciudad dispuesta,
comienza a hablar y se detiene de repente en la conversación.
Ahora, al caer el día, busca de nuevo el banquete,
y con insistencia reclama de nuevo escuchar, enloquecida,
las fatigas de Ilión y de la boca del narrador se cuelga de nuevo.
Después, cuando se van y la luna oscura oculta a su vez
la luz y al caer las estrellas invitan al sueño,
languidece solitaria en una casa vacía y se acuesta en una cama
abandonada. En su ausencia lo ve, ausente, y lo oye,
o retiene en su pecho a Ascanio abrazando la imagen
de su padre, por si engañar puede a un amor inconfesable.
No crecen las torres comenzadas, no practica la juventud
sus armas ni preparan los puertos o los baluartes
seguros en la guerra; interrumpidos quedan los trabajos y los enormes
salientes de los muros y los andamios que llegaban al cielo.
En cuanto la querida esposa de Júpiter advirtió que aquélla
estaba atrapada por tal enfermedad y que la fama no frenaría la locura,
se acerca a Venus la Saturnia con estas palabras:
«Egregia en verdad alabanza y gran botín sacáis
tú y tu hijo (gran y memorable numen),
si una sola mujer se ve vencida por el engaño de dos dioses.
Y a mí no se me escapa que por temer nuestras murallas
recelas de las casas de la alta Cartago.
Mas, ¿cuál será el límite? ¿O a dónde vamos con tan gran disputa?
¿Por qué no acordar, mejor, eterna tregua con el pacto
de un himeneo? Tienes ya lo que buscaste con todas tus ganas:
arde una Dido enamorada y corre por sus huesos la locura.
Gobernemos, pues, sobre un pueblo común y con auspicios
iguales; séale permitido servir a marido frigio
y poner como dote bajo tu diestra a los tirios.»
A ésta (pues notó que había hablado con disimulo,
para desviar a las costas de Libia el poder de Italia)
así repuso Venus: «¿Quién con tan poco juicio
para rechazar tal proyecto prefiriendo la guerra contigo?
Ojalá que la suerte acompañe a cuanto acabas de exponer.
Pero insegura del hado estoy: si querrá Júpiter que una sea
la ciudad de los tirios y los desterrados de Troya,
o si aprobará que los pueblos se mezclen o que pactos se firmen.
A ti, su esposa, te toca tantear su voluntad con tus ruegos.
Inténtalo, te seguiré.» Así lo aceptó entonces Juno soberana:
«Ésa será mi tarea. Ahora, cómo lograr podemos lo que nos ocupa
en pocas palabras (atiende) te explicaré.
Eneas, y con él la muy desgraciada Dido,
se disponen a marchar al bosque a cazar en cuanto su orto primero
haya hecho salir el titán de mañana y desvele el orbe con sus rayos.
Yo a ellos les he de enviar desde lo alto un negro nubarrón de granizo,
mientras se apresuran los flancos y rodean el lugar con sus redes,
y agitaré con truenos el cielo entero.
El séquito huirá y les envolverá una noche espesa;
Dido y el jefe troyano en la misma cueva
se encontrarán. Allí estaré yo, y, si es firme hacia mí tu voluntad,
os uniré en estable matrimonio, consagrándola como legítima esposa.
Entonces se cumplirá el himeneo.» Accedió sin oponerse
Citerea a su demanda, y rió por haber descubierto el ardid.
Entretanto la Aurora naciente abandonó el Océano.
Sale la flor de la juventud por las puertas al despuntar el alba,
amplias redes, trampas, venablos de ancha punta,
corren los jinetes masilos y el poderoso olfato de los perros.
Los principales de los púnicos junto al umbral aguardan
a la reina que se demora en el tálamo, y allí está, enjaezado
de púrpura y oro, su caballo que muerde con ímpetu el espumante freno.
Sale por fin rodeada de apretada compañía
y revestida de una clámide sidonia de bordada cenefa;
de oro lleva la aljaba, en oro se anudan sus cabellos
y una fíbula de oro prende su vestido de púrpura.
Y no faltan tampoco los compañeros frigios
y el alegre Julo. Por delante de todos, más hermoso que nadie,
Eneas se le ofrece de acompañante y reúne los escuadrones.
Como cuando abandona la Licia invernal y las corrientes
del Janto Apolo y rinde visita a la materna Delos,
y reanuda las danzas y cretenses y dríopes braman mezclados
en torno a los altares, y los tatuados agatirsos;
él, Apolo, recorre los collados del Cinto y ciñe su pelo
suelto con hojas tiernas, moldeándolo, y lo anuda con oro,
resuenan las flechas en sus hombros. No menos vigoroso
marchaba Eneas, tanta hermosura resplandece en el brillo de su rostro.
Luego que llegaron a lo alto del monte y a lugares intransitables,
he aquí que las cabras salvajes, arrojadas de lo alto de su roca,
se lanzan por las laderas; por otra parte, los ciervos
echan a correr en campo abierto y aprietan sus filas
en polvorienta huida y dejan los montes.
Allí está el joven Ascanio, gozoso en medio del valle
con brioso caballo, ganando a unos y otros en la carrera;
suplica con sus votos que entre los tardos rebaños le sea dado
un rabioso jabalí o que baje del monte rubio león.
Entretanto el cielo de terrible rugido empieza
a llenarse, sigue una tormenta mezclada con granizo
y el séquito tirio, dispersado, y la juventud troyana
y el dardanio nieto de, Venus asustados buscaron
los techos de todos los campos; ríos bajan corriendo del monte.
A la misma gruta Dido y el caudillo troyano
acuden. La Tierra, la primera, y Prónuba Juno
dan la señal; brillaron los fuegos y cómplice el aire
del casamiento en su alta cumbre ulularon las Ninfas.
Aquél fue el primer día de la muerte y la causa primera
de las desgracias; pues ni de apariencias ni de opinión se deja
llevar Dido ni planea ya un amor a escondidas:
casamiento lo llama, con este nombre esconde su culpa.
Se echa a andar al punto la Fama por las ciudades libias,
la Fama: más rápido que ella no hay mal alguno;
en sus movimientos se refuerza y gana vigor según avanza,
pequeña de miedo al principio, al punto se lanza al aire
y camina por el suelo y oculta su cabeza entre las nubes.
A ella la madre Tierra, irritada de ira contra los dioses,
la última, según dicen, hermana de Encélado y de Ceo,
la parió veloz de pies y ligeras alas,
horrendo monstruo, enorme, con tantas plumas en el cuerpo
como ojos vigilantes debajo (asombra contarlo),
como lenguas, como bocas le suenan, como orejas levanta.
Vuela de noche estridente entre el cielo y la tierra
por la sombra, y no rinde sus ojos al dulce sueño;
de día se sienta, vigilante, o en lo alto de un tejado
o en las torres elevadas, y amedrenta a las grandes ciudades,
mensajera tan firme de lo falso y lo malo cuanto de la verdad.
En aquellos días llenaba gozosa de rumores diversos
los pueblos e igual cantaba hechos verdaderos y no:
había llegado Eneas, nacido de sangre troyana,
y se había dignado la hermosa Dido unirse a este hombre;
templaban ahora su invierno con todo regalo descuidando
sus obligaciones reales, atrapados en pasión vergonzosa.
Difunde la diosa estas mentiras por la boca de los hombres.
Al punto dirige su rumbo hacia el rey Yarbas
y enciende su corazón con palabras y aumenta su enojo.
Éste, engendrado por Hamón y una ninfa Garamanta raptada,
cien templos enormes a Júpiter en su ancho dominio
levantó y cien altares y había consagrado un fuego vigilante,
eternas centinelas de los dioses, y un suelo empapado
de sangre de animales, y dinteles florecidos de variadas guirnaldas.
Pues éste, se dice, loco de ánimo y enfurecido por el amargo rumor,
entre la majestad de los dioses y ante sus altares
suplicante, muchos ruegos vertió con las manos alzadas:
«Júpiter todopoderoso a quien hoy el pueblo maurusio
en sus banquetes, sobre bordados lechos, liba la ofrenda lenea.
¿Ves esto? ¿Es que, padre, cuando blandes tus rayos
nos espantamos en vano, y ciegos tus fuegos en las nubes
aterrorizan los corazones e inane se agita su bramido?
Esa mujer que errante en nuestro territorio su pequeña
ciudad estableció, por su precio, a quien un litoral entregamos
para que lo arase y las leyes del lugar, nuestra boda
rechazó y acogió a Eneas por dueño de sus dominios.
Y ahora, el Paris ese con su afeminada comitiva,
el mentón y el perfumado cabello con la mitra meonia
ceñidos, disfruta de su rapto. ¡Y nosotros mientras presentes
llevando a tus templos y alimentando una fama huera! »
A quien con tales palabras oraba abrazado a sus altares
prestó oídos el Todopoderoso y dirigió sus ojos a las murallas
reales y a unos amantes olvidados de mejor fama.
Entonces habla así a Mercurio, y así lo ordena:
«Ea, ve, hijo. Convoca a los Céfiros y déjate caer con tus alas
y al caudillo dardanio que en la tiria Cartago
hoy se demora, sin ver las ciudades que le reserva el hado,
háblale y llévale mis palabras por las rápidas auras.
Que no nos lo prometió así su bellísima madre
ni lo salvó para esto dos veces de las armas griegas;
habría de ser por el contrario quien gobernase una Italia
preñada de poder y del estrépito de la guerra, origen de una raza
de la noble sangre de Teucro, y daría sus leyes al orbe entero,
Si la gloria de futuro tan grande no le enciende
ni le hace ponerse a la tarea su propia honra,
¿dejará a Ascanio su padre sin el alcázar romano?
¿Qué trama o con qué esperanza se detiene en un pueblo enemigo,
apartando sus ojos de la prole ausonia y los campos lavinios?
¡Que se haga a la mar! Esto es todo, y éste mi mensaje.»
Había hablado. Se disponía aquél a obedecer de su augusto padre
la orden, y primero anuda a sus pies los talares
de oro que lo llevan ligero con sus alas bien sobre el mar
bien sobre la tierra, con la rápida brisa.
Toma entonces la vara: con ella evoca a las pálidas almas
del Orco, a otras las manda al triste Tártaro,
da y quita los sueños y abre los ojos en la hora de la muerte.
En ella confiado conduce los vientos y traspasa las nubes
tempestuosas. Y ya volando divisa la cima y la escarpada ladera
del duro Atlante que sostiene con su vértice el cielo,
del Atlante, cuya pinífera cabeza ceñida de negros nubarrones
azotan con frecuencia la lluvia y el viento,
la nieve caída le cubre los hombros y ríos bajan
de su barbilla de anciano y se eriza espantosa su barba por el hielo.
Aquí se detuvo, en primer lugar, sosteniéndose el Cilenio
en sus alas iguales; de aquí se lanzó con todo su cuerpo
a las olas, al ave semejante que baja vuela sobre los mares,
ya por las playas, ya por los acantilados llenos de peces.
No de otra forma entre las tierras y el cielo volaba
hacia la arenosa costa de Libia y cortaba los vientos
el nacido en Cilene que venía de su abuelo materno.
En cuanto tocó con sus aladas plantas las cabañas,
divisó a Eneas fundando fortalezas y construyendo
nuevas casas. Tenía la espada salpicada
de rubio jaspe y resplandecía con una capa de púrpura tiria
colgada de los hombros, presentes que la espléndida Dido
le hiciera y había bordado la tela con hilo de oro.
Y enseguida le aborda: «¿Tú te dedicas ahora a plantar los cimientos
de la alta Cartago y complaciente con tu esposa construyes deberes!
una hermosa ciudad? ¡Olvidas, ay, tu reino y tus propios
El propio rey de los dioses desde el Olimpo luminoso
me envía, el que cielo y tierra gobierna con su numen;
él mismo me ordena traerte estas órdenes por las rápidas auras:
¿qué tramas o con qué esperanza gastas tu tiempo en las tierras libias?
Si no consigue moverte la gloria de futuro tan grande,
mira cómo crece Ascanio y respeta las esperanzas de tu heredero
Julo, a quien se deben el reino de Italia y la tierra romana.»
Tras hablar de esta manera dejó el Cilenio
su aspecto mortal sin aguardar respuesta
y desapareció de los ojos, lejos, hacia el aura tenue.
Así que enmudeció Eneas, perplejo por la visión,
y se erizaron de espanto sus cabellos y se le clavó la voz en la garganta.
Encendido está por preparar la huida y dejar tan dulces tierras,
atónito por el poder de tal consejo y orden de los dioses.
¡Ay! ¿Qué hacer? ¿Con qué palabras osará abordar hoy a la reina
enloquecida? ¿Cómo empezar a hablar?
Y divide su ánimo veloz acá y allá
y lo lleva a partes bien distintas y todo discurre.
Entre todas, ésta le pareció la opinión más prudente:
llama a Mnesteo y a Segesto y al fiero Seresto,
que dispongan con discreción la flota y reúnan en la playa a los compañeros,
que preparen las armas, disimulando cuál sea la causa
del cambio de planes; él entretando, puesto que nada sabe
la buena de Dido y no espera que se rompa amor tan grande,
trataría de encontrar la mejor ocasión para hablarle,
el modo mejor para sus intenciones. Rápidamente todos
obedecen alegres sus órdenes y se apresuran a ejecutarlas.
Pero la reina (¿hay quien pueda engañar a un enamorado?)
presintió la trampa y adivinó el siguiente paso la primera,
temiendo porque todo andaba bien. La despiadada Fama contó
a la apasionada que se estaba preparando la flota y disponiendo su partida.
Enloquece privada de la razón y recorre encendida toda la ciudad
como una bacante excitada ante el comienzo de sus ritos,
cuando la estimulan al oír a Baco las orgías
trienales y la llama el nocturno Citerón con su clamor.
Increpa por último a Eneas con estas palabras.
«¿Es que creías, pérfido, poder ocultar
tan gran crimen y marcharte en silencio de mi tierra?
¿Ni nuestro amor ni la diestra que un día te entregué
ni Dido que se ha de llevar horrible muerte te retienen?
¿Por qué, si no, preparas tu flota en invierno
y te apresuras a navegar por alta mar entre los Aquilones,
cruel? ¿Es que si no tierras extrañas y hogares
desconocidos buscases y en pie siguiera la antigua Troya,
habrías de ir a Troya en tus naves por un mar tempestuoso?
¿Es de mí de quien huyes? Por estas lágrimas mías y por tu diestra
(que no me he dejado, desgraciada de mí, otro recurso),
por nuestra boda, por el emprendido himeneo,
si algo bueno merecí de tu parte, o algo de la mía
te resultó dulce, ten piedad de una casa que se derrumba,
te lo ruego, y abandona esa idea, si hay aún lugar para las súplicas.
Por tu culpa los pueblos de Libia y los reyes de los númidas
me odian, en contra tengo a los tirios; también por tu culpa
perdí mi pudor y con lo que sola caminaba a las estrellas,
mi fama primera. ¿A quién me abandonas moribunda, mi huésped
(que sólo esto te queda de tu antiguo nombre de esposo)?
¿Qué puedo esperar? ¿Tal vez que arrase mis murallas mi hermano
Pigmalión o que prisionera me lleve el getulo Yarbas?
Si al menos hubiera recibido de ti algún retoño
antes de tu huida, si algún pequeño Eneas
me jugase en el patio, que te llevase de algún modo en su rostro,
no me vería entonces de esta manera atrapada y abandonada.»
Dijo. Él no apartaba sus ojos de los mandatos
de Júpiter y a duras penas ocultaba el dolor en su corazón.
Responde por fin en pocas palabras: «Yo a ti de cuanto
puedas decir, reina, nunca te negaré
merecedora, ni me avergonzará acordarme de Elisa
mientras de mí mismo tenga memoria,
mientras un hálito gobierne mis miembros.
Poco añadiré en mi defensa. Ni yo traté de ocultar mi huida
con una estratagema (no inventes), ni nunca del esposo
te ofrecí las antorchas o me comprometí a pacto tal.
Yo, si mis hados me permitieran guiar mi vida
según mis deseos y buscar mis propias preocupaciones,
habilitaría primero la ciudad de Troya y las dulces
reliquias de los míos, en pie seguirían las altas moradas
de Príamo y por mi mano habría levantado de nuevo Pérgamo para los vencidos.
Pero he aquí que Apolo Grineo a la grande Italia,
a Italia las suertes licias me ordenaron marchar;
ése es mi amor, ésa mi patria. Si a ti, fenicia, las murallas
te retienen de Cartago y la vista de una ciudad libica,
¿por qué, di, te parece mal que los teucros se establezcan
en tierra ausonia? También nosotros podemos buscar reinos lejanos.
A mí la turbia imagen de mi padre Anquises, cada vez que la noche
cubre la tierra con sus húmedas sombras, cada vez que se alzan
los astros de fuego, en sueños me advierte y me asusta;
y mi hijo Ascanio y el daño que hago a su preciosa vida,
a quien dejo sin reino en Hesperia y sin las tierras del hado.
Ahora, además, el mensajero de los dioses mandado por el propio Jove
(lo juro por tu cabeza y la mía) me trajo por las auras veloces
sus mandatos: yo mismo vi al dios bajo una clara luz
entrar en estos muros y bebí su voz con sus propios oídos.
Deja ya de encenderme a mí y a ti con tus quejas;
que no por mi voluntad voy a Italia.»
Hace rato le mira mientras habla con malos ojos,
los revuelve aquí y allá, y todo lo recorre
con silenciosa mirada y así estalla por último:
«Ni una diosa fue el origen de tu raza ni desciendes de Dárdano,
pérfido, que fue el Cáucaso erizado de duros peñascos
quien te engendró y las tigresas de Hircania te ofrecieron sus ubres.
Pues, ¿por qué disimulo o a qué faltas mayores me reservo?
¿Es que se ablandó con mi llanto? ¿Bajó acaso la mirada?
¿Se rindió a las lágrimas o tuvo piedad de quien tanto le ama?
¿Qué pondré por delante? ¡Si ya ni la gran Juno
ni el padre Saturnio contemplan esto con ojos justos!
No hay lugar seguro para la lealtad. Arrojado en la costa,
lo recogí indigente y compartí, loca, mi reino con él.
Su flota perdida y a sus compañeros salvé de la muerte
(¡ ay, las furias encendidas me tienen!), y ahora el augur Apolo
y las suertes licias y hasta enviado por el propio Jove
el mensajero de los dioses le trae por las auras las horribles órdenes.
Es, sin duda, éste un trabajo para los dioses, este cuidado inquieta
su calma. Ni te retengo ni he de desmentir tus palabras:
vete, que los vientos te lleven a Italia, busca tu reino por las olas.
Espero confiada, si algo pueden las divinidades piadosas,
que suplicio hallarás entre los peñascos y que repetirás entonces
el nombre de Dido. De lejos te perseguiré con negras llamas
y, cuando la fría muerte prive a estos miembros de la vida,
sombra a tu lado estaré por todas partes. Pagarás tu culpa, malvado.
Lo sabré y esta noticia me llegará hasta los Manes profundos.»
Con estas palabras da la conversación por terminada y, afligida,
se aparta de las auras y se aleja, y se esconde de todas las miradas,
dejando a quien mucho dudaba de miedo y mucho se disponía
a decir. La recogen sus sirvientes y su cuerpo sin sentido
levantan del lecho marmóreo y lo colocan en su cama.
Y el piadoso Eneas, aunque quiere con palabras de consuelo
mitigar su dolor y disipar sus cuitas,
entre grandes suspiros quebrado su ánimo por un amor tan grande,
cumple sin embargo con los mandatos de los dioses y revisa la flota.
Se esfuerzan entonces los teucros y arrastran al mar por toda
la costa las altas naves. Nada la quilla embreada,
traen de los bosques hojosos remos y maderos
toscos en su afán por huir.
Se les ve de un lado para otro y bajar de toda la ciudad,
como cuando arramplan las hormigas con su carga de farro
pensando en el invierno y la ponen en su refugio;
avanza por los campos el negro batallón y en angosto sendero
arrastra su botín entre las hierbas; unas los granos mayores
empujan con los hombros, otras cuidan la formación
y azuzan a las retrasadas, hierve el camino entero con su trabajo.
¡Qué sentías entonces, Dido, al contemplar todo eso!
¡Qué gemidos no dabas al ver de lo alto de la muralla
hervir el litoral entero y animarse
ante tus ojos la llanura con tanto griterío!
¡ímprobo Amor, a qué no obligas a los mortales pechos!
De nuevo a recurrir a las lágrimas, a intentarlo de nuevo con ruegos
y, suplicante, se ve obligada a domeñar sus ánimos ante el amor,
que no ha de dejar nada sin probar en vano la que va a morir.
«Ana, ves cómo por toda la costa se apresuran,
de todas partes acuden; que la vela solicita ya las brisas
y hasta gozosos los marinos colocaron guirnaldas sobre sus popas.
Yo, si pude aguardar a este dolor tan grande,
también, hermana mía, podré aguantarlo. Sólo esto en mi desgracia
concédeme, Ana. Que sólo a ti te respetaba aquel pérfido,
y a ti te confiaba también sus secretos sentimientos;
sólo tú conocías sus momentos mejores y su disposición.
Ve, hermana mía, y habla suplicante a un enemigo orgulloso:
no juré yo con los dánaos en Áulide la destrucción
del pueblo troyano, ni envié contra Pérgamo mi flota,
ni he violado las cenizas de su padre Anquises, ni sus Manes.
¿Por qué no deja que lleguen mis palabras a sus duros oídos?
¿Hacia dónde corre? Que al menos dé un último presente a la amante desgraciada:
que espere una huida fácil y unos vientos propicios.
No reclamo ya el compromiso aquel que ha traicionado,
ni que se quede sin su hermoso Lacio o abandone su reino;
pido un tiempo muerto, descanso y tregua para mi locura,
mientras mi suerte me enseña a soportar el dolor de la derrota.
Éste es el último favor que pido (ten piedad de tu hermana)
y, si me lo concede, con creces se lo pagaré con mi muerte.»
De esta manera suplicaba y tales llantos la desgraciada
hermana lleva y vuelve a llevar. Mas a él no hay lágrima
que lo conmueva ni quiere escuchar palabra alguna:
los hados se lo impiden y un dios le tapa los oídos imperturbables.
Y como cuando de un lado y de otro los Bóreas alpinos
se pelean por arrancar la robusta encina de añoso tronco
con sus soplidos; braman, y las altas ramas
caen a tierra desde la copa golpeada;
ella, sin embargo, a las rocas se clava y tanto su punta eleva
a las auras etéreas como llega hasta el Tártaro con la raíz:
no de otro modo se ve batido el héroe de una y otra parte
con insistencia, y en lo hondo de su noble pecho siente las cuitas;
firme sigue su propósito, las lágrimas ruedan inanes.
Entonces, aterrorizada por su sino, la infeliz Dido
busca la muerte; odia contemplar ya la bóveda del cielo.
Y para más animarse a sacar adelante su plan y abandonar la luz,
vio (horrible presagio), al dejar sus ofrendas sobre las aras
donde arde el incienso, que negros se ponían los líquidos sagrados
y sangre impura volverse los vinos libados;
y a nadie contó lo que había visto, ni a su hermana siquiera.
Además, había en su casa de mármol un templo
del antiguo esposo, que honraba con honor admirable,
adornado de níveos vellones y fronda festiva;
de aquí le pareció oír sus voces y palabras,
que la llamaba, cuando la oscura noche se apoderaba de la tierra,
y que por los tejados un búho solitario con fúnebre canto
se lamentaba a menudo hasta convertir su larga voz en llanto.
Y muchas predicciones además de antiguos vates
la aterrorizan con terrible advertencia. La persigue fiero Eneas
en persona en sus sueños de loca y siempre se ve a sí misma
sola, abandonada, siempre sin compañía marchando
por un largo camino y en una tierra desierta buscar a los tirios,
como Penteo ve en su locura de las Euménides la tropa
y aparecer dos soles gemelos y una doble Tebas,
como aparece Orestes en la escena, hijo de Agamenón,
cuando huye de su madre armada de antorchas y negras
serpientes y en el umbral están sentadas las Furias vengadoras.
Así que cuando, vencida por la pena, la invadió la locura
y decretó su propia muerte, el momento y la forma planea
en su interior, y dirigiéndose a su afligida hermana
oculta en su rostro la decisión y serena la esperanza en su frente:
«He encontrado, hermana, el camino (felicítame)
que me lo ha de devolver o me librará de este amor.
Junto a los confines del Océano y al sol que muere
está la región postrera de los etíopes, donde el gran Atlante
hace girar sobre su hombro el eje tachonado de estrellas:
de aquí me han hablado de una sacerdotisa del pueblo masilo,
guardiana del templo de las Hespérides, la que daba al dragón
su comida y cuidaba en el árbol las ramas sagradas,
rociando húmedas mieles y soporífera adormidera.
Ella asegura liberar con sus encantamientos cuantos corazones
desea, infundir por el contrario a otros graves cuitas,
detener el agua de los ríos y hacer retroceder a los astros,
y conjura a los Manes de la noche. Mugir verás
la tierra bajo sus pies y bajar los olmos de los montes.
A ti, querida hermana, y a los dioses pongo por testigos
y a tu dulce cabeza, de que a disgusto me someto a la magia.
Tú levanta en secreto una pira dentro del palacio,
al aire, y sus armas, las que dejó el impío colgadas
en el tálamo y todas sus prendas y el lecho conyugal
en el que perecí, ponlos encima: todos los recuerdos
de un hombre nefando quiero destruir, y lo indica la sacerdotisa.»
Dice estoy se calla, e inunda la palidez su rostro.
Ana no advierte, sin embargo, que su hermana bajo ritos extraños
oculta su propio funeral, ni imagina en su mente locura
tan grande o teme desgracia mayor que la muerte de Siqueo.
Así que obedece sus órdenes.
La reina al fin, levantada la enorme pira al aire
en lugar apartado con teas de pino y de encina,
adorna el lugar con guirnaldas y lo corona de ramas
funerales; encima las prendas y la espada dejada
y un retrato sobre el lecho coloca sin ignorar el futuro.
Altares se alzan alrededor y la sacerdotisa, suelto el cabello,
invoca con voz de trueno a sus trescientos dioses, y a Érebo y Caos
y Hécate trigémina, los tres rostros de la virgen Diana.
Y había asperjado líquidos fingidos de la fuente del Averno,
y se buscan hierbas segadas con hoces de bronce
a la luz de la luna, húmedas de la leche del negro veneno;
se busca asimismo el filtro arrancado de la frente del potrillo
mientras nacía, quitándoselo a su madre.
La propia reina junto a los altares, con uno de sus pies desatado,
la harina sagrada en las piadosas manos y el vestido suelto,
pone por testigos a los dioses de que va a morir y a las estrellas
sabedoras del destino, y reza entonces al numen justo y memorioso,
si es que lo hay, que cuida de los amores no correspondidos.
La noche era, y gozaban del plácido sopor los cuerpos
fatigados por las tierras, y habían callado los bosques y las feroces
llanuras, cuando giran los astros en mitad de su caída,
cuando enmudece todo campo, los ganados y las pintadas aves,
cuanto los líquidos lagos y cuanto los campos erizados
de zarzas habita, entregado al sueño bajo la noche callada.
Mas no la fenicia de infeliz corazón, en ningún momento
se abandona al sueño o acoge en sus ojos o en su pecho
a la noche: se le doblan las penas y alzándose de nuevo
amor la mortifica y fluctúa en gran tormenta de ira.
Así vuelve a insistir y así da vueltas consigo en su corazón:
«¡Qué hago, ay! ¿He de servir de burla a mis antiguos
pretendientes? ¿Buscaré matrimonio suplicante entre los númidas,
a quienes ya tantas veces desdeñé como maridos?
¿He de seguir si no a las naves de Ilión y las orgullosas
órdenes de los teucros? ¿Tal vez por la ayuda con la que les salvé
aún permanece en su memoria el agradecimiento por mi acción?
Mas aun si así lo quiero, ¿quién lo permitirá y odiosa
me acogerá en las naves soberbias? ¿Acaso no lo sabes, pobre de ti,
y no conoces aún los perjuicios del pueblo de Laomedonte?
¿Qué, entonces? ¿Acompañaré sola en su huida a los victoriosos marinos
o con los tirios y todo el apretado grupo de los míos
me dejaré llevar lanzando de nuevo a las aguas a cuantos a la fuerza
arranqué de la ciudad sidonia y ordenaré dar velas al viento?
No, no. Muere, te lo has ganado, y aleja tu sufrir con la espada.
Tú vencida por mis lágrimas; tú, hermana mía, mi locura
cargas la primera de desgracias y me ofreces al enemigo.
No he podido pasar mi vida sin bodas y sin culpa,
como las fieras salvajes, sin probar cuitas tales;
no he mantenido la palabra dada a las cenizas de Siqueo.»
Lamentos tan grandes rompía ella en su pecho:
Eneas, decidido a partir, en lo alto de su popa
gozaba sus sueños tras disponerlo todo según el rito.
En sueños se le presentó la imagen del dios que volvía
con el mismo rostro y así de nuevo le pareció decir,
en todo semejante a Mercurio, en la voz y el color,
así como los rubios cabellos y el cuerpo de juventud adornado:
«Hijo de la diosa, ¿puedes dormir en una hora como ésta,
por más que ves el peligro acechar a tu alrededor,
inconsciente, y no oyes cómo los Céfiros su favor te brindan?
Mira que esa mujer trama en su pecho engaños y un horrendo crimen,
dispuesta a morir, y suscita diversas tempestades de ira.
¿No te marchas al punto de aquí, ahora que puedes escapar?
Has de ver el mar enturbiarse de maderos, y crueles antorchas
encenderse, el litoral hervir en llamas,
si la Aurora te sorprende entretenido aún por estas tierras.
Ea, ánimo. Date prisa, que cosa varia es siempre y mudable
la mujer.» Tras así decir se confundió con la negra noche.
Entonces, por fin, Eneas, asustado por las sombras repentinas,
saca su cuerpo del sueño y a sus compañeros fatiga
presurosos: «¡Atentos, amigos, y a los remos!
¡Soltad las velas, rápido! Que un dios ha llegado del alto cielo
a precipitarla marcha y las retorcidas amarras nos anima
de nuevo a desatar. Vamos tras de ti, santo dios,
quienquiera que seas, y gozosos te obedecemos de nuevo.
Asístenos favorable y ayúdanos y ponnos los astros
propicios en el cielo.» Dijo, y saca la espada de la vaina
relampagueante y corta con golpe preciso las sogas.
El mismo ardor se apodera de todos, y se lanzan y corren;
dejaron las playas, se esconde el mar bajo las naves,
se esfuerzan en agitar la espuma y barren las olas azules.
Y ya la Aurora primera regaba las tierras con nueva claridad,
abandonando el lecho azafrán de Titono.
La reina cuando desde su atalaya vio blanquear la luz
primera y a la flota avanzar con las velas en línea,
y notó playas y puertos vacíos y sin remeros,
golpeando tres y cuatro veces con la mano su hermoso pecho
y mesándose el rubio cabello: « ¡Por Júpiter! ¿Se va a marchar
éste?», dice. «¿Se burlará un extranjero de mi poder?
¿No tomarán los míos las armas y bajarán de la ciudad entera,
no arrancarán las naves de sus diques? ¡Id,
volad presurosos con el fuego, disparad las flechas, impulsad los remos!
¿Qué estoy diciendo? ¿Dónde estoy? ¿Qué locura agita mi mente?
Pobre Dido, ¿ahora te afectan las impías acciones?
Debiste hacerlo al tiempo de entregarle tu cetro. ¡Ay, diestra y promesa!
¡Y dicen que lleva consigo los patrios Penates,
que ofreció sus hombros a un padre vencido por la edad!
¿Es que no pude destrozar su cuerpo y esparcir por las olas
sus pedazos? ¿Ni pasar por la espada a sus compañeros
y al propio Ascanio, y servirlo luego en la mesa de su padre?
Mas incierta habría sido la fortuna del combate. ¡Igual daba!
¿A quién temer, si iba ya a morir? Antorchas habría lanzado contra su campamento
y habría llenado de fuego todas sus esquinas, y al hijo y al padre
habría liquidado con su pueblo, y yo misma me habría lanzado a la hoguera.
¡Oh, Sol, que todos los afanes de la tierra iluminas con tus rayos!
¡Y tú, Juno, intérprete y sabedora de mis cuitas,
y Hécate, ululada de noche en los cruces de las ciudades,
y Furias de la venganza y dioses de Elisa que se muere!
Aceptad esto, caed sobre los malvados con justo numen
y escuchad nuestras plegarias. Si es preciso que arribe
a puerto este ser infando y navegue hasta tierra,
y así lo exigen los hados de Jove y está determinado este final,
que al menos perseguido por la guerra y las armas de un pueblo audaz,
expulsado de sus territorios, arrancado del abrazo de Julo
implore auxilio y contemple las muertes indignas
de los suyos, y que, cuando se haya colocado bajo una ley
inicua, ni disfrute del reino ni de la luz ansiada,
sino que caiga antes de tiempo y quede insepulto en la arena.
Esto pido, esta voz mía derramado la última junto con mi sangre.
Luego vosotros, tirios, perseguid con odio a su estirpe
y a la raza que venga, y dedicad este presente
a mis cenizas. No haya ni amor ni pactos entre los pueblos.
Y que surja algún vengador de mis huesos
que persiga a hierro y fuego a los colonos dardanios
ahora o más tarde, cuando se presenten las fuerzas.
Costas enfrentadas a sus costas, olas contra sus aguas
imploro, armas contra sus armas: peleen éllos mismos y sus nietos.»
Esto dice, y a todas partes dirigía su ánimo,
buscando romper cuanto antes una luz odiada.
Y entonces habló brevemente a Barce, nodriza que fue de Siqueo,
que a la suya negra ceniza tenía en su antigua patria:
«A Ana, mi querida nodriza, llama aquí a mi hermana.
Dile que se apresure a lavar su cuerpo con agua del río,
y que traiga consigo los animales y las víctimas prescritas.
Que venga así, y tú misma ciñe tus sienes con las ínfulas santas.
El sacrificio a Júpiter Estigio que comencé y dispuse según el rito,
tengo intención de cumplirlo y acabar así con mis cuitas
entregando a las llamas la pira del dardanio.»
Así dice. Y ya apresuraba la otra el paso con senil afán.
Mas Dido, enfurecida y trémula por su empresa tremenda,
volviendo sus ojos en sangre y cubriendo de manchas
sus temblorosas mejillas y pálida ante la muerte cercana,
irrumpe en las habitaciones de la casa y sube furibunda
a la pira elevada y la espada desenvaina
dardania, regalo que no era para este uso.
En ese momento, cuando las ropas de Ilión y el lecho conocido
contempló, en breve pausa de lágrimas y recuerdos,
se recostó en el diván y profirió sus últimas palabras:
«Dulces prendas, mientras los hados y el dios lo permitían,
acoged a esta alma y libradme de estas angustias.
He vivido, y he cumplido el curso que Fortuna me había marcado,
y es hora de que marche bajo tierra mi gran imagen.
He fundado una ciudad ilustre, he visto mis propias murallas,
castigo impuse a un hermano enemigo tras vengar a mi esposo:
feliz, ¡ah!, demasiado feliz habría sido si sólo nuestra costa
nunca hubiesen tocado los barcos dardanios.»
Dijo, y, la boca pegada al lecho: «Moriremos sin venganza,
mas muramos», añade. «Así, así me place bajar a las sombras.
Que devore este fuego con sus ojos desde alta mar el troyano
cruel y se lleve consigo la maldición de mi muerte.»
Había dicho, y entre tales palabras la ven las siervas
vencida por la espada, y el hierro espumante
de sangre y las manos salpicadas. Se llenan de gritos los altos
atrios: enloquece la Fama por una ciudad sacudida.
De lamentos resuenan los techos y de los gemidos
y el ulular de las mujeres, el éter de gritos horribles,
no de otro modo que si Cartago entera o la antigua Tiro
cayeran ante el acoso del enemigo y llamas enloquecidas
se agitasen por igual en los tejados de los dioses y de los hombres.
Lo oyó su hermana sin aliento y en temblorosa carrera
asustada, hiriéndose la cara con las uñas y el pecho con los puños,
se abalanza y llama por su nombre a la agonizante:
«¿Así que esto era, hermana mía? ¿Con trampas me requerías?
¿Esto esa pira, estos fuegos y altares me reservaban?
¿Qué lamentaré primero en mi abandono? ¿Desprecias en tu muerte
la compañía de tu hermana? Me hubieras convocado a un sino igual,
que el mismo dolor y la misma hora nos habrían llevado a ambas.
¿He levantado esto con mis manos y con mi voz he invocado
a los dioses patrios para faltarte, cruel, en tu muerte?
Has acabado contigo y conmigo, hermana, con el pueblo y los padres
sidonios y con tu propia ciudad. Dejadme, lavaré sus heridas
con agua y si anda errante aún su último aliento
con mi boca lo he de recoger.» Dicho esto había subido los altos escalones,
y daba calor a su hermana medio muerta con el abrazo de su pecho
entre lamento y con su vestido secaba la negra sangre.
Cayó aquélla tratando de alzar sus pesados ojos
de nuevo; gimió la herida en lo más hondo de su pecho.
Tres veces apoyada en el codo intentó levantarse,
tres veces desfalleció en el lecho y buscó con la mirada perdida
la luz en lo alto del cielo y gimió profundamente al encontrarla.
Entonces Juno todopoderosa, apiadada de un dolor tan largo
y de una muerte difícil a Iris envió desde el Olimpo
a quebrar un alma luchadora y sus atados miembros.
Que, como no reclamada por su sino ni par la muerte se marchaba
la desgraciada antes de hora y presa de repentina locura,
aún no le había cortado Prosérpina el rubio cabello
de su cabeza, ni la había encomendado al Orco Estigio.
Iris por eso con sus alas de azafrán cubiertas de rocío
vuela por los cielos arrastrando contra el sol mil colores
diversos y se detuvo sobre su cabeza. «Esta ofrenda a Dite
recojo como se me ordena y te libero de este cuerpo.»
Esto dice y corta un mechón con la diestra: al tiempo todo
calor desaparece, y en los vientos se perdió su vida.
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