Comentario crítico de la columna "Lágrimas" de Manuel Vicent
Qué felices seremos los dos y qué dulces los besos serán, pasaremos la noche en la luna, viviendo en mi casita de papel: eso cantaba Jorge Sepúlveda con voz de terciopelo allá en la posguerra. En esa época gran parte del país aun estaba bajo los efectos de las bombas, pero en medio de los escombros comenzó a brotar el afán de poseer, aunque fuera en la luna, esa casita de papel donde pasar la noche, un sueño que muchos españoles no pudieron cumplir hasta 60 años después. Durante ese tiempo se pasó del boniato [1] a las cocochas [2] carameladas de la nueva cocina, de la nublada tiranía de un general galápago a la soleada playa azul de la libertad, del bacilo de Koch a los espléndidos cuerpos de una juventud saludable y bien alimentada. Finalmente todo parecía ir bien. Por todas partes las grúas de la construcción ayudaban a tapar con ladrillos el horizonte. Por lo demás solo había que entrar en el banco de la esquina, llenar unos formularios, firmar abajo sin leer la letra pe