CAPÍTULO XXV. EL MONO
ADIVINO DE MAESE PEDRO. Donde se apunta la aventura del rebuzno y la graciosa
del titerero, con las memorables adivinanzas del mono adivino
Y
con esto dio fin a su plática el buen hombre, y en esto entró por la puerta de
la venta un hombre todo vestido de camuza, medias, greguescos y jubón, y con
voz levantada dijo:
—Señor
huésped, ¿hay posada? Que viene aquí el mono adivino y el retablo de la
libertad de Melisendra
—¡Cuerpo
de tal —dijo el ventero—, que aquí está el señor mase Pedro! Buena noche se nos
apareja.
Olvidábaseme de decir como el tal
mase Pedro traía cubierto el ojo izquierdo y casi medio carrillo con un parche
de tafetán verde, señal que todo aquel
lado debía de estar enfermo. Y el ventero prosiguió, diciendo:
—Sea
bien venido vuestra merced, señor mase Pedro. ¿Adónde está el mono y el
retablo, que no los veo?
—Ya
llegan cerca —respondió el todo camuza, sino que yo me he
adelantado, a saber si hay posada.
—Al
mismo duque de Alba se la quitara para dársela al señor mase Pedro —respondió
el ventero—: llegue el mono y el retablo, que gente hay esta noche en la venta
que pagará el verle y las habilidades del mono.
—Sea
en buen hora —respondió el del parche—, que yo moderaré el precio, y
con sola la costa me daré por bien pagado y yo vuelvo, a hacer
que camine la carreta donde viene el mono y
el retablo.
Y
luego se volvió a salir de la venta.
Preguntó
luego don Quijote al ventero qué mase Pedro era aquel y qué retablo y qué mono
traía. A lo que respondió el ventero:
—Este
es un famoso titerero, que ha muchos días que anda por esta Mancha de Aragón enseñando un retablo
de la libertad de Melisendra, dada por el famoso don
Gaiferos, que es una de las mejores y más bien representadas historias que de
muchos años a esta parte en este reino se han visto. Trae asimismo consigo un
mono de la más rara habilidad que se vio entre monos ni se imaginó entre
hombres, porque, si le preguntan algo, está atento a lo que le preguntan y
luego salta sobre los hombros de su amo y, llegándosele al oído, le dice la
respuesta de lo que le preguntan, y maese Pedro la declara luego; y de las
cosas pasadas dice mucho más que de las que están por venir, y aunque no todas
veces acierta en todas, en las más no yerra, de modo que nos hace creer que
tiene el diablo en el cuerpo. Dos reales lleva por cada pregunta, si es que el
mono responde, quiero decir, si responde el amo por él, después de haberle
hablado al oído; y, así, se cree que el tal maese Pedro está riquísimo, y es
hombre galante, como dicen en Italia, y bon compaño, y dase la mejor vida
del mundo: habla más que seis y bebe más que doce, todo a costa de su lengua y
de su mono y de su retablo.
En
esto, volvió maese Pedro, y en una
carreta venía el retablo, y el mono, grande y sin cola, con las posaderas de
fieltro, pero no de mala cara;
y apenas le vio don Quijote, cuando le preguntó:
—Dígame
vuestra merced, señor adivino: ¿qué
peje pillamo? ¿Qué ha de ser de
nosotros? Y vea aquí mis dos reales.
Y
mandó a Sancho que se los diese a maese Pedro, el cual respondió por el mono y
dijo:
—Señor,
este animal no responde ni da noticia de las cosas que están por venir; de las
pasadas sabe algo, y de las presentes, algún tanto.
—¡Voto
a Rus —dijo Sancho—, no dé
yo un ardite porque me digan lo que por mí ha pasado!, porque ¿quién lo puede
saber mejor que yo mesmo?, y pagar yo porque me digan lo que sé sería una gran
necedad; pero pues sabe las cosas presentes, he aquí mis dos reales, y
dígame el señor monísimo qué hace ahora mi mujer Teresa Panza y en qué se
entretiene
No
quiso tomar maese Pedro el dinero, diciendo:
—No
quiero recebir adelantados los premios, sin que hayan precedido los servicios.
Y
dando con la mano derecha
dos golpes sobre el hombro izquierdo, en un brinco se le puso el mono en él, y
llegando la boca al oído daba
diente con diente muy apriesa; y habiendo hecho este ademán por espacio de un
credo, de otro brinco se puso en el suelo, y al punto, con grandísima priesa,
se fue maese Pedro a poner de rodillas ante don Quijote y, abrazándole las
piernas, dijo:
—Estas
piernas abrazo, bien así como si abrazara las dos colunas de Hércules, ¡oh resucitador
insigne de la ya puesta en olvido andante caballería, oh no jamás como se debe
alabado caballero don Quijote de la Mancha, ánimo de los desmayados, arrimo de
los que van a caer, brazo de los caídos, báculo y consuelo de todos los
desdichados!
Quedó
pasmado don Quijote, absorto Sancho, suspenso el primo, atónito el paje,
abobado el del rebuzno, confuso el ventero, y, finalmente, espantados todos los
que oyeron las razones del titerero, el cual prosiguió diciendo:
—Y
tú, ¡oh buen Sancho Panza!, el mejor escudero y del mejor caballero del mundo,
alégrate, que tu buena mujer Teresa está buena, y esta es la hora en que ella
está rastrillando una libra de lino, y, por más señas, tiene a su lado
izquierdo un jarro desbocado que cabe un buen porqué de vino, con que se entretiene
en su trabajo.
—Eso
creo yo muy bien —respondió Sancho—, porque es ella una bienaventurada, y, a no
ser celosa, no la trocara yo por la giganta Andandona, que según mi señor
fue una mujer muy cabal y muy de pro; y es mi Teresa de aquellas que no se
dejan mal pasar, aunque sea a costa de
sus herederos.
—Ahora
digo —dijo a esta sazón don Quijote— que el que lee mucho y anda mucho vee
mucho y sabe mucho Digo esto porque ¿qué
persuasión fuera bastante para persuadirme que hay monos en el mundo que
adivinen, como lo he visto ahora por mis propios ojos? Porque yo soy el mesmo
don Quijote de la Mancha que este buen animal ha dicho, puesto que se ha
estendido algún tanto en mis alabanzas; pero como quiera que yo me sea, doy
gracias al cielo, que me dotó de un ánimo blando y compasivo, inclinado siempre
a hacer bien a todos y mal a ninguno.
—Si
yo tuviera dineros —dijo el paje—, preguntara al señor mono qué me ha de
suceder en la peregrinación que llevo.
A
lo que respondió maese Pedro, que ya se había levantado de los pies de don
Quijote:
—Ya
he dicho que esta bestezuela no responde a lo por venir; que si respondiera, no
importara no haber dineros, que por servicio del señor don Quijote, que está
presente, dejara yo todos los intereses del mundo. Y agora, porque se lo debo, y por darle gusto,
quiero armar mi retablo y dar placer a cuantos están en la venta, sin paga
alguna.
CAPÍTULO
XXVI EL RETABLO DE MAESE PEDRO. Donde
se prosigue la graciosa aventura del titerero, con otras cosas en verdad harto
buenas.
Obedeciéronle
don Quijote y Sancho, y vinieron donde ya estaba el retablo puesto y
descubierto, lleno por todas partes de candelillas de cera encendidas, que le
hacían vistoso y resplandeciente. En llegando, se metió maese Pedro dentro dél,
que era el que había de manejar las figuras del artificio, y fuera se puso un
muchacho, criado de maese Pedro, para servir de intérprete y declarador de los
misterios del tal retablo: tenía una varilla en la mano, con que señalaba las
figuras que salían. Puestos, pues, todos cuantos había en la venta, y algunos
en pie, frontero del retablo, y acomodados don Quijote, Sancho, el paje y el
primo en los mejores lugares, el trujamán comenzó a decir lo que oirá y verá el
que le oyere o viere el capítulo siguiente.
Callaron
todos, tirios y troyanos, quiero decir, pendientes estaban todos los que el
retablo miraban de la boca del declarador de sus maravillas, cuando se oyeron
sonar en el retablo cantidad de atabales y trompetas, y dispararse mucha
artillería, cuyo rumor pasó en tiempo breve, y luego alzó la voz el muchacho, y
dijo: -Esta verdadera historia que aquí a vuesas mercedes se representa es
sacada al pie de la letra de las corónicas francesas y de los romances
españoles que andan en boca de las gentes, y de los muchachos por esas calles.
Trata de la libertad que dio el señor don Gaiferos a su esposa Melisendra, que
estaba cautiva en España, en poder de moros, en la ciudad de Sansueña, que así
se llamaba entonces la que hoy se llama Zaragoza; y vean vuesas mercedes allí
como está jugando a las tablas don Gaiferos, según aquello que se canta:
Jugando
está a las tablas don Gaiferos, que ya
de Melisendra está olvidado.
Y
aquel personaje que allí asoma con corona en la cabeza y cetro en las manos es
el emperador, Carlomagno, padre putativo de la tal Melisendra, el cual, mohíno
de ver el ocio y descuido de su yerno, le sale a reñir; y adviertan con la vehemencia
y ahínco que le riñe, que no parece sino que le quiere dar con el cetro media
docena de coscorrones, y aun hay autores que dicen que se los dio, y muy bien
dados; y después de haberle dicho muchas cosas acerca del peligro que corría su
honra en no procurar la libertad de su esposa, dicen que le dijo:
«Harto
os he dicho; miradlo.»
Miren
vuesas mercedes también como el emperador vuelve las espaldas y deja despechado
a don Gaiferos, el cual ya ven como arroja, impaciente de la cólera, lejos de
sí el tablero y las tablas y pide apriesa las armas, y a don Roldán su primo
pide prestada su espada Durindana, y como don Roldán no se la quiere prestar,
ofreciéndole su compañía en la difícil empresa en que se pone; pero el valeroso
enojado no lo quiere aceptar; antes dice que él solo es bastante para sacar a
su esposa, si bien estuviese metida en el más hondo centro de la tierra; y con
esto se entra a armar para ponerse luego en camino. Vuelvan vuestras mercedes
los ojos a aquella torre que allí parece, que se presupone que es una de las
torres del alcázar de Zaragoza, que ahora llaman la Aljafería, y aquella dama
que en aquel balcón parece vestida a lo moro, es la sin par Melisendra, que
desde allí muchas veces se ponía a mirar el camino de Francia, y puesta la
imaginación en París y en su esposo, se consolaba en su cautiverio. Miren
también un nuevo caso que ahora sucede, quizá no visto jamás. ¿No ven aquel
moro que callandico y pasito a paso, puesto el dedo en la boca, se llega por
las espaldas de Melisendra? Pues miren cómo la da un beso en mitad de los
labios, y la priesa que ella se da a escupir y a limpiárselos con la blanca
manga de su camisa, y cómo se lamenta, y se arranca de pesar sus hermosos
cabellos, como si ellos tuvieran la culpa del maleficio. Miren también cómo
aquel grave moro que está en aquellos corredores es el rey Marsilio de
Sansueña; el cual, por haber visto la insolencia del moro, puesto que era un
pariente y gran privado suyo, le mandó luego prender, y que le den docientos
azotes, llevándole por las calles acostumbradas de la ciudad
con
chilladores delante
y
envaramiento detrás;
y
veis aquí donde salen a ejecutar la sentencia, aun bien apenas no habiendo sido
puesta en ejecución la culpa; porque entre moros no hay «traslado a la parte»,
ni «a prueba y estése», como entre nosotros. -Niño, niño -dijo con voz alta a
esta sazón don Quijote-, seguid vuestra historia línea recta, y no os metáis en
las curvas o transversales; que para sacar una verdad en limpio menester son
muchas pruebas y repruebas. También dijo maese Pedro desde dentro: -Muchacho,
no te metas en dibujos, sino haz lo que ese señor te manda, que será lo más
acertado; sigue tu canto llano, y no te metas en contrapuntos, que se suelen
quebrar de sotiles. -Yo lo haré así -respondió el muchacho, y prosiguió,
diciendo-: Esta figura que aquí parece a caballo, cubierta con una capa
gascona, es la mesma de don Gaiferos, a quien su esposa, ya vengada del
atrevimiento del enamorado moro, con mejor y más sosegado semblante, se ha
puesto a los miradores de la torre, y habla con su esposo creyendo que es algún
pasajero, con quien pasó todas aquellas razones y coloquios de aquel romance
que dicen:
Caballero,
si a Francia ides, por Gaiferos
preguntad;
los
cuales no digo yo ahora, porque de la prolijidad se suele engendrar el
fastidio; basta ver cómo don Gaiferos se descubre, y que por los ademanes
alegres que Melisendra hace se nos da a entender que ella le ha conocido, y más
ahora, que vemos se descuelga del balcón, para ponerse en las ancas del caballo
de su buen esposo. Mas, ¡ay, sin ventura!, que se le ha asido una punta del
faldellín de unos de los hierros del balcón, y está pendiente en el aire, sin
poder llegar al suelo. Pero veis cómo el piadoso cielo socorre en las mayores
necesidades; pues llega don Gaiferos, y sin mirar si se rasgará o no el rico
faldellín, ase della, y mal su grado la hace bajar al suelo, y luego, de un
brinco, la pone sobre las ancas de su caballo, a horcajadas como hombre, y la
manda que se tenga fuertemente y le eche los brazos por las espaldas, de modo
que los cruce en el pecho, porque no se caiga, a causa que no estaba la señora
Melisendra acostumbrada a semejantes caballerías. Veis también cómo los
relinchos del caballo dan señales que va contento con la valiente y hermosa
carga que lleva en su señor y en su señora. Veis cómo vuelven las espaldas y
salen de la ciudad, y alegres y regocijados tornan de París la vía. ¡Vais en
paz, oh par sin par de verdaderos amantes! ¡Lleguéis a salvamento a vuestra
deseada patria, sin que la fortuna ponga estorbo en vuestro felice viaje! ¡Los
ojos de vuestros amigos y parientes os vean gozar en paz tranquila los días,
que los de Néstor sean, que os quedan de la vida! Aquí alzo otra vez la voz
maese Pedro, y dijo: -Llaneza, muchacho, no te encumbres; que toda afectación
es mala! No respondió nada el intérprete; antes prosigió diciendo. -No faltaron
algunos ociosos ojos, que lo suelen ver todo, que no viesen la bajada y la
subida de Melisendra, de quien dieron noticia al rey Marsilio, el cual mandó
luego tocar al arma; y miren con qué priesa; que ya la ciudad se hunde con el
son de las campanas, que en todas las torres de las mezquitas suenan. -¡Eso no!
-dijo a esta sazón don Quijote-. En esto de las campanas anda muy impropio
maese Pedro, porque entre moros no se usan campanas, sino atabales, y un género
de dulzainas que parecen nuestras chirimías; y esto de sonar campanas en
Sansueña sin duda que es un gran disparate. Lo cual oído por maese Pedro, cesó
el tocar, y dijo: -No mire vuesa merced en niñerías, señor don Quijote, ni
quiera llevar las cosas tan por el cabo, que no se le halle. ¿No se representan
por ahí casi de ordinario mil comedias llenas de mil impropiedades y
disparates, y, con todo eso, corren felicísimamente su carrera, y se escuchan
no sólo con aplauso, sino con admiración y todo? Prosigue, muchacho, y deja
decir; que como yo llene mi talego, siquiere represente más impropiedades que
tiene átomos el sol. Así es la verdad -replicó don Quijote. Y el muchacho dijo:
-Miren
cuánta y cuán lucida caballería sale de la ciudad en seguimiento de los dos
católicos amantes; cuántas trompetas que suenan, cuántas dulzainas que tocan y
cuántos atabales y atambores que retumban. Témome que los han de alcanzar, y
los han de volver atados a la cola de su mesmo caballo, que sería un horrendo
espectáculo. Viendo y oyendo, pues, tanta morisma y tanto estruendo don
Quijote, parecióle ser bien dar ayuda a los que huían, y levantándose en pie,
en voz alta dijo: -No consentiré yo que en mis días y en mi presencia se le
haga superchería a tan famoso caballero y a tan atrevido enamorado como don
Gaiferos. ¡Deteneos, mal nacida canalla; no le sigáis ni persigáis; si no,
conmigo sois en la batalla! Y diciendo y haciendo, desenvainó la espada, y de
un brinco se puso junto al retablo, y con acelerada y nunca vista furia comenzó
a llover cuchilladas sobre la titerera morisma, derribando a unos, descabezando
a otros, estropeando a éste, destrozando a aquél, y, entre otros muchos, tiró
un altibajo tal que si maese Pedro no se abaja, se encoge y agazapa, le
cercenara la cabeza con más facilidad que si fuera hecha de masa de mazapán.
Daba voces maese Pedro, diciendo: -Deténgase vuesa merced, señor don Quijote, y
advierta que estos que derriba, destroza y mata no son verdaderos moros, sino
unas figurillas de pasta. Mire, ¡pecador de mí, que me destruye y echa a perder
toda mi hacienda! Mas no por esto dejaba de menudear don Quijote cuchilladas,
mandobles, tajos y reveses como llovidos. Finalmente, en menos de dos credos
dio con todo el retablo en el suelo, hechas pedazos y desmenuzadas todas sus
jarcias y figuras: el rey Marsilio, mal herido, y el emperador Carlomagno,
partida la corona y la cabeza en dos partes. Alborotóse el senado de los oyentes,
huyóse el mono por los tejados de la venta, temió el primo, acobardóse el paje,
y hasta el mesmo Sancho Panza tuvo pavor grandísimo, porque, como él juró
después de pasada la borrasca, jamás había visto a su señor con tan desatinada
cólera. Hecho, pues, el general destrozo del retablo, sosegóse un poco don
Quijote, y dijo: -Quisiera yo tener aquí delante en este punto todos aquellos
que no creen, ni quieren creer, de cuánto provecho sean en el mundo los
caballeros andantes: miren, si no me hallara yo aquí presente, qué fuera del
buen don Gaiferos y de la hermosa Melisendra; a buen seguro que ésta fuera ya
la hora que los hubieran alcanzado estos canes, y les hubieran hecho algún
desaguisado. En resolución, ¡viva la andante caballería sobre cuantas cosas hoy
viven en la tierra! -¡Viva enhorabuena -dijo a esta sazón con voz enfermiza
maese Pedro-, y muera yo, pues soy tan desdichado que puedo decir con el rey
don Rodrigo:
Ayer fui señor de España, y hoy no tengo una almena que pueda decir que es mía!
No
ha media hora, ni aun un mediano momento, que me vi señor de reyes y de
emperadores, llenas mis caballerizas y mis cofres y sacos de infinitos caballos
y de innumerables galas, y agora me veo desolado y abatido, pobre y mendigo, y,
sobre todo, sin mi mono, que a fe que primero que le vuelva a mi poder me han
de sudar los dientes, y todo por la furia mal considerada deste señor
caballero, de quien se dice que ampara pupilos, y endereza tuertos, y hace
otras obras caritativas, y en mí sólo ha venido a faltar su intención generosa,
que sean benditos y alabados los cielos allá donde tienen más levantados sus
asientos. En fin, el Caballero de la Triste Figura había de ser aquel que había
de desfigurar las mías. Enternecióse Sancho Panza con las razones de maese
Pedro, y díjole: -No llores, maese Pedro, ni te lamentes, que me quiebras el
corazón, porque te hago saber que es mi señor don Quijote tan católico y
escrupuloso cristiano que si él cae en la cuenta de que te ha hecho algún
agravio, te lo sabrá y te lo querrá pagar y satisfacer con muchas ventajas.
-Con que me pagase el señor don Quijote alguna parte de las hechuras que me ha
deshecho quedaría contento, y su merced aseguraría su conciencia; porque no se
puede salvar quien tiene lo ajeno contra la voluntad de su dueño y no lo
restituye. Así es -dijo don Quijote-; pero hasta ahora yo no sé que tenga nada
vuestro, maese Pedro. -¿Cómo no? -respondió maese Pedro-. Y estas reliquias que
están por este duro y estéril suelo, ¿quién las esparció y aniquiló sino la
fuerza invencible dese poderoso brazo? Y ¿cúyos eran sus cuerpos sino míos? Y
¿con quién me sustentaba yo sino con ellos?
-Ahora
acabo de creer -dijo a este punto don Quijote- lo que otras muchas veces he
creído: que estos encantadores que me persiguen no hacen sino ponerme las
figuras como ellas son delante de los ojos, y luego me las mudan y truecan en
las que ellos quieren. Real y verdaderamente os digo, señores que me oís, que a
mí me pareció todo lo que aquí ha pasado que pasaba al pie de la letra: que
Melisendra era Melisendra, don Gaiferos don Gaiferos, Marsilio Marsilio, y
Carlomagno Carlomagno: por eso se me alteró la cólera, y por cumplir con mi
profesión de caballero andante quise dar ayuda y favor a los que huían, y con
este buen propósito hice lo que habéis visto; si me ha salido al revés, no es
culpa mía, sino de los malos que me persiguen; y, con todo esto, deste mi
yerro, aunque no ha procedido de malicia, quiero yo mismo condenarme en costas:
vea maese Pedro lo que quiere por las figuras deshechas, que yo me ofrezco a
pagárselo luego, en buena y corriente moneda castellana.
CAPÍTULO
XXXIII ESCRÚPULOS DE LA DUQUESA CON EL CARGO DE GOBERNADOR QUE DESEMPEÑARÁ
SANCHO A CONSECUENCIA DE SU LOCURA. De la sabrosa plática que la duquesa y sus doncellas
pasaron con Sancho Panza, digna de que se lea y de que se note.
Rogóle
la duquesa que le contase aquel encantamento o burla, y Sancho se lo contó todo
del mesmo modo que había pasado, de que no poco gusto recibieron los oyentes; y
prosiguiendo en su plática, dijo la duquesa:
-De
lo que el buen Sancho me ha contado me anda brincando un escrúpulo en el alma y
un cierto susurro llega a mis oídos, que me dice: «Pues don Quijote de la
Mancha es loco, menguado y mentecato, y Sancho Panza su escudero lo conoce, y,
con todo eso, le sirve y le sigue y va atenido a las vanas promesas suyas, sin
duda alguna debe de ser él más loco y tonto que su amo; y siendo esto así, como lo es, mal contado te será,
señora duquesa, si al tal Sancho Panza le das ínsula que gobierne; porque el
que no sabe gobernarse a sí, ¿cómo sabrá gobernar a otros?»
-Por
Dios, señora -dijo Sancho-, que ese escrúpulo viene con parto derecho; pero
dígale vuesa merced que hable claro, o como quisiere; que yo conozco que dice
verdad: que si yo fuera discreto, días ha que había de haber dejado a mi amo.
Pero ésta fue mi suerte, y ésta mi malandanza; no puedo más, seguirle tengo:
somos de un mismo lugar, he comido su pan, quiérole bien, es agradecido, diome
sus pollinos y, sobre todo, yo soy fiel; y así, es imposible que nos pueda
apartar otro suceso que el de la pala y el azadón. Y si vuestra altanería no
quisiere que se me dé el prometido
gobierno, de menos me hizo Dios, y podría ser que el no dármele redundase en
pro de mi conciencia; que maguera tonto, se me entiende aquel refrán de «por su
mal le nacieron alas a la hormiga»; y aun podría ser que se fuese más aína
Sancho escudero al cielo, que no Sancho gobernador. Tan buen pan hacen aquí
como en Francia; y de noche todos los gatos son pardos; y
asaz
de desdichada es la persona que a las dos de la tarde no se ha desayunado; y no
hay estómago que sea un palmo mayor que otro; el cual se puede llenar, como
suele decirse, de paja y de heno; y las avecitas del campo tienen a Dios por su
proveedor y despensero; y más calientan cuatro varas de paño de Cuenca que
otras cuatro de límiste de Segovia; y al dejar este mundo y meternos la tierra
adentro, por tan estrecha senda va el príncipe como el jornalero, y no ocupa
más pies de tierra el cuerpo del Papa que el del sacristán, aunque sea más alto
el uno que el otro; que al entrar en el hoyo todos nos ajustamos y encogemos, o
nos hacen ajustar y encoger, mal que nos pese y a buenas noches. Y torno a
decir que si vuestía señoría no me quisiere dar la ínsula por tonto, yo sabré
no dárseme nada por discreto; y yo he oído decir que detrás de la cruz está el
diablo, y que no es oro todo lo que reluce, y que de entre los bueyes, arador y
coyundas sacaron al labrador Bamba para ser rey de España, y de entre los
brocados, pasatiempos y riquezas sacaron a Rodrigo para ser comido de culebras, si es que las trovas de los
romances antiguos no mienten.
--Y
¡cómo que no mienten! -dijo a esta sazón doña Rodríguez la dueña, que era una
de las escuchantes-: que un romance hay que dice que metieron al rey Rodrigo,
vivo vivo, en una tumba llena de sapos, culebras y lagartos, y que de allí a
dos días dijo el rey desde dentro de la tumba, con voz doliente y baja:
Ya
me comen, ya me comen por do más pecado había;
y
según esto, mucha razón tiene este señor en decir que quiere ser más labrador
que rey, si le han de comer sabandijas.
No
pudo la duquesa tener la risa oyendo la simplicidad de su dueña, ni dejó de
admirarse en oír las razones y refranes de Sancho, a quien dijo:
-Ya
sabe el buen Sancho que lo que una vez promete un caballero procura cumplirlo,
aunque le cueste la vida. El duque, mi señor y marido, aunque no es de los
andantes, no por eso deja de ser caballero; y así, cumplirá la palabra de la
prometida ínsula, a pesar de la invidia y de la malicia del mundo. Esté Sancho
de buen ánimo; que cuando menos lo piense se verá sentado en la silla de su
ínsula y en la de su estado, y empuñará su gobierno, que con otro de brocado de
tres altos lo deseche. Lo que yo le encargo es que mire cómo gobierna sus
vasallos, advirtiendo que todos son leales y bien nacidos.
-Eso
de gobernarlos bien -respondió Sancho- no hay para qué encargármelo, porque yo
soy caritativo de mío y tengo compasión de los pobres; y a quien cuece y amasa,
no le hurtes hogaza; y para mi santiguada que no me han de echar dado falso:
soy perro viejo y entiendo todo tus, tus, y sé despabilarme a sus tiempos, y no
consiento que me anden musarañas ante los ojos, porque sé dónde me aprieta el zapato: dígolo porque los
buenos tendrán conmigo mano y concavidad, y los malos, ni pie ni entrada. Y
paréceme a mí que en esto de los gobiernos todo es comenzar, y podría ser que a quince días de gobernador me
comiese las manos tras el oficio; y supiese más dél que de la labor del campo,
en que me he criado: […]
CAPÍTULO
XXXV. SANCHO DEBE AZOTARSE PARA DESENCANTAR A DULCINEA. Donde se prosigue la
noticia que tuvo don Quijote del desencanto de Dulcinea, con otros admirables
sucesos.
Al
compás de la agradable música vieron que hacia ellos venía un carro de los que
llaman triunfales, tirado de seis mulas pardas, encubertadas, empero, de lienzo
blanco, y sobre cada una venía un disciplinante de luz, asimesmo vestido de
blanco, con un hacha de cera grande, encendida, en la mano. Era el carro dos
veces, y aun tres, mayor que los pasados, y los lados, y encima dél, ocupaban
doce otros disciplinantes albos como la nieve, todos con sus hachas encendidas,
vista que admiraba y espantaba juntamente; y en un levantado trono venía
sentada una ninfa, vestida de mil velos de tela de plata, brillando por todos
ellos infinitas hojas de argentería de oro, que la hacían, si no rica, a lo menos
vistosamente vestida. Traía el rostro cubierto con un transparente y delicado
cendal, de modo que, sin impedirlo sus lizos, por entre ellos se descubría un
hermosísimo rostro de doncella, y las muchas luces daban lugar para distinguir
la belleza y los años que, al parecer, no llegaban a veinte ni bajaban de diez
y siete.
junto
a ella venía una figura vestida de una ropa de las que llaman rozagantes, hasta
los pies, cubierta la cabeza con un velo negro; pero al punto que llegó el
carro a estar frente a frente de los duques y de don Quijote, cesó la música de
las chirimías, y luego la de las arpas y laúdes que en el carro sonaban, y
levantándose en pie la figura de la ropa, la apartó a entrambos lados, y
quitándose el velo del rostro, descubrió patentemente ser la mesma figura de la
muerte, descarnada y fea, de que don
Quijote recibió pesadumbre, y Sancho miedo, y los duques hicieron algún
sentimiento temeroso. Alzada y puesta en pie esta muerte viva, con voz algo dormida
y con lengua no muy despierta, comenzó a decir desta manera:
-Yo
soy Merlín, aquel que las historias
dicen
tuve por mi padre al diablo
(mentira
autorizada de los tiempos),
príncipe
de la Mágica y monarca
y
archivo de la ciencia zoroástrica,
émulo
a las edades y a los siglos,
que
solapar pretenden las hazañas
de
los andantes bravos caballeros,
a
quien yo tuve y tengo gran cariño.
Y
puesto que es de los encantadores,
de
los magos o mágicos contino
dura
la condición, áspera y fuerte,
la
mía es tierna, blanda y amorosa,
y
amiga de hacer bien a todas gentes.
En
las cavernas lóbregas de Dite,
donde
estaba mi alma entretenida
en
formar ciertos rombos y caráteres,
llegó
la voz doliente de la bella
y
sin par Dulcinea del Toboso.
Supe
su encantamento y su desgracia,
y
su transformación de gentil dama
en
rústica aldeana; condolíme,
y
encerrando mi espíritu en el hueco
desta
espantosa y fiera notomía,
después
de haber revuelto cien mil libros
desta
mi ciencia endemoniada y torpe,
vengo
a dar el remedio que conviene
a
tamaño dolor, a mal tamaño.
¡Oh
tú, gloria y honor de cuantos visten
las
túnicas de acero y de diamante,
luz
y farol, sendero, norte y guía
de
aquellos que, dejando el torpe sueño
y
las ociosas plumas, se acomodan
a
usar el ejercicio intolerable
de
las sangrientas y pesadas armas!
A
ti digo, ¡oh varón como se debe
por
jamás alabado!;a ti, valiente
juntamente
y discreto don Quijote,
de
la Mancha esplendor, de España estrella,
que
para recobrar su estado primo
la
sin par Dulcinea del Toboso,
es
menester que Sancho, tu escudero,
se
dé tres mil azotes y trecientos
en
ambas sus valientes posaderas,
al
aire descubiertas, y de modo
que
le escuezan, le amarguen y le enfaden.
Y
en esto se resuelven todos cuantos
de
su desgracia han sido los autores,
y
a esto es mi venida, mis señores.
-¡Voto
a tal! -dijo a esta sazón Sancho-. No digo yo tres mil azotes; que así me daré
yo tres como tres puñaladas. ¡Vélate el diablo por modo de desencantar! ¡Yo no
sé qué tienen que ver mis posas con los encantos! ¡Par Dios que si el señor
Merlín no ha hallado otra manera cómo desencantar a la señora Dulcinea del
Toboso, encantada se podrá ir a la sepultura!
-Tomaros
he yo -dijo don Quijote-, don villano, harto de ajos, y amarraros he a un
árbol, desnudo como vuestra madre os parió, y no digo yo tres mil y trecientos,
sino seis mil y seiscientos azotes os daré, tan bien pegados, que no se os
caigan a tres mil y trecientos tirones. Y no me repliquéis palabra, que os
arrancaré el alma.
Oyendo
lo cual Merlín, dijo:
-No
ha de ser así; porque los azotes que ha de recebir el buen Sancho han de ser
por su voluntad, y no por fuerza, y en el tiempo que él quisiere; que no se le
pone término señalado; pero permítesele que si él quisiere redimir su vejación
por la mitad de este vapulamiento, puede dejar que se los dé ajena mano, aunque
sea algo pesada.
-Ni
ajena, ni propia, ni pesada, ni por pesar -replicó Sancho-: a mí no me ha de
tocar alguna mano. ¿Parí yo, por ventura, a la señora Dulcinea del Toboso, para
que paguen mis posas lo que pecaron sus ojos? El señor mi amo sí que es parte
suya; pues la llama a cada paso mi vida, mi alma, sustento y arrimo suyo, se
puede y debe azotar por ella y hacer todas las diligencias necesarias para su
desencanto; pero ¿azotarme yo...? Abernuncio.
Apenas
acabó de decir esto Sancho, cuando, levantándose en pie la argentada ninfa que
junto al espíritu de Merlín venía, quitándose el sutil velo del rostro, le
descubrió tal, que a todos pareció más que demasiadamente hermoso, y con un
desenfado varonil y con una voz no muy
adamada, hablando derechamente con Sancho Panza, dijo:
-¡Oh
malaventurado escudero, alma de cántaro, corazón de alcornoque, de entrañas
guijeñas y apedernaladas! Si te mandaran, ladrón desuellacaras, que te
arrojaras de una alta torre al suelo; si
te pidieran, enemigo del género humano, que te comieras una docena de
sapos, dos de lagartos y tres de culebras; si te persuadieran a que mataras a
tu mujer y a tus hijos con algún truculento y agudo alfanje, no fuera maravilla
que te mostraras melindroso y esquivo; pero hacer caso de tres mil y trecientos
azotes, que no hay niño de la doctrina, por ruin que sea, que no se los lleve
cada mes, admira, adarva, espanta a todas las entrañas piadosas de los que lo
escuchan, y aun las de todos aquellos que lo vinieren a saber con el discurso
del tiempo. Pon, ¡oh miserable y endurecido animal!, pon, digo, esos tus ojos
de mochuelo espantadizo en las niñas destos míos, comparados a rutilantes
estrellas, y veráslos llorar hilo a hilo y madeja a madeja, haciendo surcos,
carreras y sendas por los hermosos campos de mis mejillas. Muévate, socarrón y
mal intencionado monstruo, que la edad
tan florida mía, que aún se está todavía en el diez y... de los años,
pues tengo diez y nueve, y no llego a veinte, se consume y marchita debajo de
la corteza de una rústica labradora; y si ahora no lo parezco, es merced
particular que me ha hecho el señor Merlín, que está presente, sólo porque te
enternezca mi belleza; que las lágrimas de una afligida hermosura vuelven en
algodón los riscos, y los tigres en ovejas. Date, date en esas carnazas,
bestión indómito, y saca de harón ese brío, que a sólo comer y más comer te
inclina, y pon en libertad la lisura de mis carnes, la mansedumbre de mi
condición y la belleza de mi faz, y si por mí no quieres ablandarte ni
reducirte a algún razonable término, hazlo por ese pobre caballero que a tu
lado tienes: por tu amo, digo, de quien estoy viendo el alma, que la tiene atravesada en la
garganta, no diez dedos de los labios, que no espera sino tu rígida o blanda
respuesta, o para salirse por la boca, o para volverse al estómago.
Tentóse,
oyendo esto, la garganta don Quijote, y dijo, volviéndose al duque:
-Por
Dios, señor, que Dulcinea ha dicho la verdad: que aquí tengo el alma atravesada
en la garganta, como una nuez de ballesta.
-¿Que
decís vos a esto, Sancho? -preguntó la duquesa.
-Digo,
señora -respondió Sancho-, lo que tengo dicho: que de los azotes, abernuncio.
-Abrenuncio
habéis de decir, Sancho, y no como decís -dijo el duque.
-Déjeme
vuestra grandeza -respondió Sancho-; que no estoy agora para mirar en sotilezas
ni en letras más o menos; porque me tienen tan turbado estos azotes que me han
de dar, o me tengo de dar, que no sé lo que me digo, ni lo que me hago. Pero
querría yo saber de la señora mi señora doña Dulcinea del Toboso adónde
aprendió el modo de rogar que tiene: viene a pedirme que me abra las carnes a
azotes, y llámame alma de cántaro y bestión indómito, con una tiramira de malos
nombres, que el diablo los sufra. ¿Por ventura son mis carnes de bronce, o vame
a mí algo en que se desencante o no? ¿Qué canasta de ropa blanca, de camisas,
de tocadores y de escarpines, aunque no
los gasto, trae delante de sí para ablandarme, sino un vituperio y otro,
sabiendo aquel refrán que dicen por ahí, que un asno cargado de oro sube ligero
por una montaña, y que dádivas quebrantan peñas, y a Dios rogando y con el mazo
dando, y que más vale un «toma» que dos «te daré»? Pues el señor, mi amo, que
había de traerme la mano por el cerro y halagarme para que yo me hiciese de
lana y de algodón cardado, dice que si me coge me amarrará desnudo a un árbol y
me doblará la parada de los azotes; y habían de considerar estos lastimados
señores que no solamente piden que se
azote un escudero, sino un gobernador, como quien dice: «bebe con guindas».
Aprendan, aprendan mucho de enhoramala a
saber rogar, y a saber pedir, y a tener crianza; que no son todos los tiempos
unos, ni están los hombres siempre de un buen humor. Estoy yo ahora reventado
de pena por ver mi sayo verde roto, y vienen a pedirme que me azote de mi
voluntad, estando ella tan ajena dello como de volverme cacique.
-Pues
en verdad, amigo Sancho -dijo el duque-, que si no os ablandáis más que una
breva madura, que no habéis de empuñar el gobierno. ¡Bueno sería que yo enviase
a mis insulanos un gobernador cruel, de entrañas pedernalinas, que no se
doblega a las lágrimas de las afligidas doncellas, ni a los ruegos de
discretos, imperiosos y antiguos encantadores y sabios! En resolución, Sancho,
o vos habéis de ser azotado, u os han de azotar, o no habéis de ser gobernador.[…]
Capítulo
XXXVIII. LA DUEÑA DOLORIDA Y BARBUDA.
Donde se cuenta la que dio de su mala andanza la dueña Dolorida.
Venían
las doce dueñas y la señora a paso de procesión, cubiertos los rostros con unos
velos negros y no transparentes como el de Trifaldín, sino tan apretados que
ninguna cosa se traslucía.
Así
como acabó de parecer el dueñesco escuadrón, el duque, la duquesa y don Quijote
se pusieron en pie, y todos aquellos que
la espaciosa procesión miraban. Pararon las doce dueñas, e hicieron calle, por
medio de la cual la Dolorida se adelantó, sin dejarla de la mano Trifaldín; viendo lo cual el duque, la duquesa y don Quijote,
se adelantaron obra de doce pasos a recebirla. Ella, puesta las rodillas en el
suelo, con voz antes basta y ronca que sutil y delicada, dijo:
-Vuestras
grandezas sean servidas de no hacer tanta cortesía a este su criado, digo, a
esta su criada; porque según soy de dolorida, no acertaré a responder a lo que
debo, a causa que mi extraña y jamás vista desdicha me ha llevado el
entendimiento no sé adónde, y debe ser muy lejos, pues cuanto más le busco,
menos le hallo.
-Sin
él estaría -respondió el duque-, señora condesa, el que no descubriese por
vuestra persona vuestro valor, el cual, sin más ver, es merecedor de toda la
nata de la cortesía y de toda la flor de las bien criadas ceremonias.
Y
levantándola de la mano, la llevó a asentar en una silla junto a la duquesa, la
cual la recebió asimismo con mucho comedimiento.
Don
Quijote callaba, y Sancho andaba muerto por ver el rostro de la Trifaldi y de
alguna de sus muchas dueñas; pero no fue posible, hasta que ellas, de su grado
y voluntad se descubrieron.
Sosegados
todos y puestos en silencio, estaban esperando quién le había de romper, y fue
la dueña Dolorida, con estas palabras:
-Confiada
estoy, señor poderosísimo, hermosísima señora y discretísimos circunstantes,
que ha de hallar mi cuitísima en vuestros
valerosísimos pechos acogimiento no menos plácido que generoso y doloroso;
porque ella es tal, que es bastante a enternecer los mármoles, y a ablandar los
diamantes y a molificar los aceros de los más endurecidos corazones del mundo;
pero antes que salga a la plaza de vuestros oídos, por no decir orejas,
quisiera que me hicieran sabidora si está en este gremio, corro y compañía, el
acendradísimo caballero don Quijote de la Manchísima, y su escuderísimo Panza.
-El
Panza -antes que otro respondiese, dijo Sancho- aquí está, y el don Quijotísimo
asimismo; y así podréis, dolorosísima dueñísima, decir lo que quisieridísimis;
que todos estamos prontos y aparejadísimos a ser vuestros servidorísimos.
En
esto se levantó don Quijote, y encaminando sus razones a la Dolorida dueña,
dijo:
-Si
vuestras cuitas, angustiada señora, se pueden prometer alguna esperanza de
remedio por algún valor o fuerzas de algún andante caballero, aquí están las
mías que, aunque flacas y breves, todas se emplearán en vuestro servicio. Yo
soy don Quijote de la Mancha, cuyo asunto es acudir a toda suerte de
menesterosos, y siendo esto así, como lo es, no habéis menester, señora, captar
benevolencias ni buscar preámbulos, sino a la llana y sin rodeos, decir
vuestros males; que oídos os escuchan que sabrán, si no remediarlos, dolerse
dellos.
Oyendo
lo cual, la Dolorida dueña hizo señal de querer arrojarse a los pies de don
Quijote, y aun se arrojó, y pugnando por abrazárselos, decía:
Ante
estos pies y piernas me arrojo, ¡oh caballero invicto!, por ser los que son
basas y colunas de la andante caballería; estos pies quiero besar, de cuyos
pasos pende y cuelga todo el remedio de mi desgracia, ¡oh valeroso andante,
cuyas verdaderas fazañas dejan atrás y escurecen las fabulosas de los Amadises,
Esplandianes y Belianises!
Y
dejando a don Quijote, se volvió a Sancho Panza y asiéndole de las manos, le
dijo:
-¡Oh
tú, el más leal escudero que jamás sirvió a caballero andante en los presentes
ni en los pasados siglos, más luengo en bondad que la barba de Trifaldín, mi
acompañador, que está presente! Bien
puedes preciarte que en servir al gran don Quijote sirves en cifra a toda la
caterva de caballeros que han tratado las armas en el mundo. Conjúrote, por lo
que debes a tu bondad fidelísima, rne seas buen intercesor con tu dueño, para
que luego favorezca a esta humilísima y desdichadísima condesa.
A
lo que respondió Sancho:
-De
que sea mi bondad, señora mía, tan larga y grande como la barba de vuestro
escudero, a mí me hace muy poco al caso; barbada y con bigotes tenga yo mí alma
cuando desta vida vaya, que. es lo que importa; que de las barbas de acá poco o
nada me curo; pero sin esas socaliñas ni plegarias, yo rogaré a mi amo, que sé
que me quiere bien, y más agora que me ha de menester para cierto negocio, que
favorezca y ayude a vuesa merced en todo lo que pudiere. Vuesa merced
desembaúle su cuita y cuéntenosla, v deje hacer; que todos nos entenderemos.
Reventaban
de risa con estas cosas los duques, como aquellos que habían tomado el pulso a
la tal aventura, y alababan entre sí la agudeza y disimulación de la Trifaldi,
la cual, volviéndose a sentar, dijo:
-Del
famoso reino de Candaya, que cae entre la gran Trapobana y el mar del Sur, dos
leguas más allá del cabo Comorín, fue señora la reina doña Maguncia, viuda del
rey Archipiela, su señor y marido, de cuyo matrimonio tuvieron y procrearon a
la infanta Antonomasia, heredera del reino; la cual dicha infanta Antonomasia
se crió y creció debajo de mi tutela y doctrina, por ser yo la más antigua y la
más principal dueña de su madre. Sucedió, pues, que yendo días y viniendo días,
la niña Antonomasia llegó a edad de catorce años, con tan gran perfección de
hermosura, que no la pudo subir más de punto la naturaleza. ¡Pues digamos ahora
que la discreción era mocosa! Así era discreta como bella, y era la más bella
del mundo, y lo es si ya los hados invidiosos y las parcas endurecidas no la
han cortado la estambre de la vida. Pero no habrán; que no han de permitir los
cielos que se haga tanto mal a la tierra como sería llevarse en agraz el racimo
del más hermoso veduño del suelo. De esta hermosura, y no como se debe
encarecida de mi torpe lengua, se enamoró un número infinito de príncipes, así
naturales como extranjeros, entre los cuales osó levantar los pensamientos al
cielo de tanta belleza un caballero particular que en la corte estaba, confiado
en su mocedad y en su bizarría, y en sus muchas habilidades y gracias, y
facilidad y felicidad de ingenio; porque hago saber a vuestras grandezas, si no
lo tienen por enojo, que tocaba una guitarra que la hacía hablar; y más que era
poeta, y gran bailarín, y sabía hacer una jaula de pájaros, que solamente a hacerlas pudiera ganar la
vida cuando se viera en extrema necesidad; que todas esas partes y gracias son
bastantes a derribar una montaña, no que una delicada doncella. Pero toda su
gentileza y buen donaire y todas sus gracias y habilidades fueran poca o
ninguna parte para rendir la fortaleza de mi niña, si el ladrón desuellacaras
no usara del remedio de rendirme a mí primero. Primero quiso el malandrín y
desalmado vagamundo granjearme la voluntad y cohecharme el gusto, para que yo,
mal alcaide, le entregase las llaves de la fortaleza que guardaba. En
resolución, él me aduló el entendimiento y me rindió la voluntad con no sé que
dijes y brincos que me dio; pero lo que más me hizo postrar y dar conmigo por
el suelo fueron unas coplas que le oí cantar una noche desde una reja que caía
a una callejuela donde él estaba, que si mal no me acuerdo decían:
De
la dulce mi enemiga
nace
un mal que al alma hiere,
y
por más tormento, quiere
que
se sienta y no se diga.
Parecióme
la trova de perlas, y su voz de almíbar, y después acá, digo, desde entonces,
viendo el mal en que caí por estos y otros semejantes versos, he considerado
que de las buenas y concertadas repúblicas se habían de desterrar los poetas,
como aconsejaba Platón, a lo menos los lascivos, porque escriben unas coplas, no como las del
marqués de Mantua, que entretienen y hacen llorar a los niños y a las mujeres,
sino unas agudezas, que a modo de blandas espinas os atraviesan el alma, y como
rayos os hieren en ella, dejando sano el vestido. Y otra vez cantó:
Ven,
muerte, tan escondida,
que
no te sienta venir,
porque
el placer del morir
no
me torne a dar la vida.
Y
deste jaez, otras coplitas y estrambotes, que cantados encantan y escritos
suspenden. Pues
¿qué
cuando se humillan a componer un género de verso que en Candaya se usaba
entonces, a quien ellos llamaban
seguidillas? Allí era el brincar de las almas, el retozar de la risa, el
desasosiego de los cuerpos y, finalmente, el azogue de todos los sentidos. Y
así, digo, señores míos, que los tales trovadores, con justo título, los debían
desterrar a las islas de los Lagartos. Pero no tienen ellos la culpa, sino los
simples que los alaban y las bobas que los creen; y si yo fuera la buena dueña
que debía, no me habían de mover sus trasnochados conceptos, ni había de creer
ser verdad aquel decir:
«Vivo
muriendo, ardo en el yelo, tiemblo en el fuego, espero sin esperanza, pártome y
quédome», con otros imposibles desta ralea, de que están sus escritos llenos.
Pues ¿qué cuando prometen el fénix de
Arabia, la corona de Ariadna, los caballos del Sol, del Sur las perlas, de
Tíbar el oro y de Pancaya el bálsamo? Aquí es donde ellos alargan más la pluma,
como les cuesta poco prometer lo que jamás piensan ni pueden cumplir. Pero
¿dónde me divierto? ¡Ay de mí, desdichada! ¿Qué locura o qué desatino me lleva
a contar las ajenas faltas, teniendo tanto que decir de las mías? ¡Ay de mí, otra vez, sin ventura!, que no me rindieron los
versos, sino mi simplicidad; no me ablandaron las músicas, sino mi liviandad:
mi mucha ignorancia y mi poco advertimiento abrieron el camino y desembarazaron
la senda a los pasos de don Clavijo, que éste es el nombre del referido
caballero; y así, siendo yo la medianera, él se halló una y muy muchas veces en
la estancia de la por mi y no por él, engañada Antonomasia, debajo del título
de verdadero esposo; que, aunque pecadora, no consintiera que sin ser su marido
la llegara a la vira de la suela de sus zapatillas. ¡No, no, eso no: el
matrimonio ha de ir delante en cualquier negocio destos que por mí se tratare!
Solamente hubo un daño en este negocio, que fue el de la desigualdad, por ser
don Clavijo un caballero particular, y la infanta Antonomasia heredera, como ya
he dicho, del reino. Algunos días estuvo encubierta y solapada en la sagacidad
de mi recato esta maraña, hasta que me pareció que la iba descubriendo a más
andar no sé qué hinchazón del vientre de Antonomasia, cuyo temor nos hizo
entrar en bureo a los tres, y salió dél que antes que se saliese a la luz el
mal recado, don Clavijo pidiese ante el vicario por su mujer a Antonomasia, en
fe de una cédula que de ser su esposa la infanta le había hecho, notada por mi
ingenio, con tanta fuerza, que las de Sansón no pudieran romperla. Hiciéronse
las diligencias, vio el vicario la cédula, tomó el tal vicario la confesión a
la señora, confesó de plano, mandóla depositar en casa de un alguacil de corte,
muy honrado...
A
esta sazón dijo Sancho:
-También
en Candaya hay alguaciles de corte, poetas y seguidillas; por lo que puedo
jurar que imagino que todo el mundo es uno. Pero dése vuesa merced priesa,
señora Trifaldi; que es tarde, y ya me muero por saber el fin desta tan larga
historia.
-Sí
haré -respondió la condesa.
Capítulo
XXXIX. Donde la Trifaldi prosigue su estupenda y memorable historia.
De
cualquiera palabra que Sancho decía, la duquesa gustaba tanto como se
desesperaba don Quijote; y mandándole que callase, la Dolorida prosiguió
diciendo:
-En
fin, al cabo de muchas demandas y respuestas, como la infanta se estaba siempre
en sus trece, sin salir ni variar de la primera declaración, el vicario
sentenció en favor de don Clavijo, y se la entregó por su legítima esposa, de
lo que recibió tanto enojo la reina doña Maguncia, madre de la infanta
Antonomasia, que dentro de tres días la enterramos.
-Debió
de morir, sin duda -dijo Sancho.
-¡Claro
está! -respondió Trifaldín-; que en Candaya no se entierran las personas vivas,
sino las muertas.
-Ya
se ha visto, señor escudero -replicó Sancho-, enterrar un desmayado creyendo
ser muerto, y parecíame a mí que estaba la reina Maguncia obligada a desmayarse
antes que a morirse; que con la vida muchas cosas se remedian, y no fue tan
grande el disparate de la infanta que obligase a sentirle tanto. Cuando se
hubiera casado esa señora con un paje suyo, o con otro criado de su casa, como
han hecho otras muchas, según he oído decir, fuera el daño sin remedio; pero el
haberse casado con un caballero tan gentilhombre y tan entendido como aquí nos
le han pintado, en verdad en verdad que, aunque fue necedad, no fue tan grande
como se piensa; porque según las reglas de mi señor, que está presente y no me
dejará mentir, así como se hacen de los hombres letrados los obispos, se pueden
hacer de los caballeros, y más si son andantes, los reyes y los emperadores.
-Razón
tienes, Sancho -dijo don Quijote-; porque un caballero andante, como tenga dos
dedos de ventura, está en potencia propincua de ser el mayor señor del mundo.
Pero pase adelante la señora Dolorida, que a mí se me trasluce que le falta
para contar lo amargo desta hasta aquí dulce historia.
-Y
¡cómo si queda lo amargo! -respondió la condesa-. Y tan amargo, que en su
comparación son dulces las tueras y sabrosas las adelfas. Muerta, pues, la
reina, y no desmayada, la enterramos; y apenas la cubrimos con la tierra y
apenas le dimos el último vale, cuando
quis
talia fando temperet a lacrymis?,
puesto
sobre un caballo de madera, pareció encima de la sepultura de la reina el
gigante Malambruno, primo cormano de Maguncia, que junto con ser cruel era
encantador, el cual con sus artes, en venganza de la muerte de su cormana, y
por castigo del atrevimiento de don Clavijo, y por despecho de la demasía de
Antonomasia, los dejó encantados sobre la mesma sepultura, a ella, convertida
en una jimia de bronce, y a él, en un espantoso cocodrilo de un metal no
conocido, y entre los dos está un padrón, asimismo de metal, y en él escritas
en lengua siríaca unas letras, que habiéndose declarado en la candayesca, y
ahora en la castellana, encierran esta sentencia: No cobrarán su primera forma
estos dos atrevidos amantes hasta que el valeroso manchego venga conmigo a las
manos en singular batalla; que para solo su gran valor guardan los hados esta
nunca vista aventura. Hecho esto, sacó de la vaina un ancho y desmesurado
alfanje, y asiéndome a mí por los cabellos, hizo finta de querer segarme la
gola y cortarme cercen la cabeza. Turbéme; pegóseme la voz a la garganta; quedé
mohína en todo extremo; pero, con todo, me esforcé lo más que pude, y, con voz
tembladora y doliente, le dije tantas y tales cosas que le hicieron suspender
la ejecución de tan rigoroso castigo. Finalmente, hizo traer ante sí todas las
dueñas de palacio, que fueron estas que están presentes, y después de haber
exagerado nuestra culpa y vituperado las condiciones de las dueñas, sus malas
mañas y peores trazas, y cargando a todas la culpa que yo sola tenía, dijo que
no quería con pena capital castigarnos, sino con otras penas dilatadas, que nos
diesen una muerte civil y continua; y en aquel mismo momento y punto que acabó
de decir esto, sentimos todas que se nos abrían los poros de la cara, y que por
toda ella nos punzaban como con puntas de agujas. Acudimos luego con las manos
a los rostros, y hallámonos de la manera que ahora veréis.
Y
luego la Dolorida v las demás dueñas alzaron los antifaces con que cubiertas
venían, y descubrieron los rostros, todos poblados de barbas, cuáles rubias,
cuáles negras, cuáles blancas y cuáles albarrazadas, de cuya vista mostraron
quedar admirados el duque y la duquesa, pasmados don Quijote y Sancho, y
atónitos todos los presentes.
Y
la Trifaldi prosiguió:
-Desta
manera nos castigó aquel follón y malintencionado de Malambruno, cubriendo la
blandura y morbidez de nuestros rostros con la aspereza destas cerdas; que
pluguiera al cielo que antes con su
desmesurado alfanje nos hubiera derribado las testas, que no que nos asombrara
la luz de nuestras caras con esta borra que nos cubre; porque si entramos en
cuenta, señores míos (y esto que voy a
decir agora lo quisiera decir hechos mis ojos fuentes; pero la consideración de
nuestra desgracia, y los finares que hasta aquí han llovido, los tienen sin
humor y secos como aristas, y así, lo diré sin lágrimas), digo, pues, que
¿adónde podrá ir una dueña con barbas? ¿Qué padre o qué madre se dolerá della?
¿Quién le dará ayuda? Pues aun cuando tiene la tez lisa y el rostro martirizado con mil suertes de
menjurjes y mudas, apenas halla quien bien la quiera, ¿qué hará cuando descubra
hecho un bosque su rostro? ¡Oh dueñas y compañeras mías, en desdichado punto
nacimos; en hora menguada nuestros padres nos engendraron!
Y
diciendo esto, dio muestras de desmayarse.
CAPÍTULO
XL. EL CABALLO CLAVILEÑO. De cosas que atañen y tocan a esta aventura y a esta
memorable historia.
Real
y verdaderamente, todos los que gustan de semejantes historias como ésta deben
de mostrarse agradecidos a Cide Hamete, su autor primero, por la curiosidad que
tuvo en contarnos las semínimas della, sin dejar cosa, por menuda que fuese,
que no la sacase a luz distintamente. Pinta los pensamientos, descubre las
imaginaciones, responde a las tácitas, aclara las dudas, resuelve los
argumentos; finalmente, los átomos del más curioso deseo manifiesta. ¡Oh autor
celebérrimo! ¡Oh don Quijote dichoso! ¡Oh Dulcinea famosa! ¡Oh Sancho Panza
gracioso! Todos juntos y cada uno de por sí viváis siglos infinitos para gusto
y general pasatiempo de los vivientes.
Dice,
pues, la historia que así corno Sancho vio desmayada a la Dolorida, dijo:
-Por
la fe de hombre de bien juro, y por el siglo de todos mis pasados los Panzas,
que jamás he oído ni visto, ni mi amo me ha contado, ni en su pensamiento ha
cabido, semejante aventura como ésta. Válgate mil satanases, por no maldecirte,
por encantador y gigante, Malambruno, y ¿no hallaste otro género de castigo que
dar a estas pecadoras sino el de barbarlas? ¿Cómo y no fuera mejor, y a ellas
les estuviera más a cuento, quitarles la mitad de las narices de medio arriba,
aunque hablaran gangoso, que no ponerles barbas? Apostaré yo que no tienen
hacienda para pagar a quien las rape.
-Así
es la verdad, señor -respondió una de las doce-: que no tenemos hacienda para
mondarnos; y así, hemos tomado algunas de nosotras por remedio ahorrativo de
usar unos pegotes o parches pegajosos, y aplicándolos a los rostros, y tirando
de golpe, quedamos rasas y lisas como fondo de mortero de piedra; que puesto
que hay en Candaya mujeres que andan de casa en casa a quitar el vello y a
pulir las cejas, y hacer otros menjurjes tocantes a mujeres, nosotras las
dueñas de mi señora por jamás quisimos admitirlas, porque las más oliscan a
terceras, habiendo dejado de ser primas; y si por el señor don Quijote no somos
remediadas, con barbas nos llevarán a la sepultura.
-Yo
me pelaría las mías -dijo don Quijote- en tierra de moros, si no remediase las
vuestras. A este punto volvió de su desmayo la Trifaldi, y dijo:
-El
retintín desa promesa, valeroso caballero, en medio de mi desmayo llegó a mis
oídos, y ha sido parte para que yo dél vuelva y cobre todos mis sentidos; y
así, de nuevo os suplico, andante ínclito y señor indomable, vuestra graciosa
promesa se convierta en obra.
-Por
mí no quedará -respondió don Quijote-: ved, señora, qué es lo que tengo de
hacer, que el ánimo está muy pronto para serviros.
-Es
el caso -respondió la Dolorida- que desde aquí al reino de Candaya, si se va
por tierra, hay cinco mil leguas, dos más o menos; pero si se va por el aire y
por la línea recta, hay tres mil
docientas y veinte y siete. Es también de saber que Malambruno me dijo
que cuando la suerte me deparase al caballero nuestro libertador, que él le
enviaría una cabalgadura harto mejor y con menos malicias que las que son de
retorno, porque ha de ser aquel mesmo caballo de madera sobre quien llevó el
valeroso Pierres robada a la linda Magalona, el cual caballo se rige por una
clavija que tiene en la frente, que le sirve de freno, y vuela por el aire con
tanta ligereza, que parece que los mesmos diablos le llevan. Este tal caballo,
según es tradición antigua, fue compuesto por aquel sabio Merlín; prestósele a Pierres, que era
su amigo, con el cual hizo grandes viajes, y robó, como se ha dicho, a la linda
Magalona, llevándola a las ancas por el aire, dejando embobados a cuantos desde
la tierra los miraban; y no le prestaba sino a quien él quería o mejor se lo
pagaba; y desde el gran Pierres hasta ahora no sabemos que haya subido alguno
en él. De allí le ha sacado Malambruno con sus artes y le tiene en su poder, y
se sirve del en sus viajes, que los hace por momentos, por diversas partes del
mundo, y hoy está aquí y mañana en Francia, y otro día en Potosí; y es lo bueno que el tal caballo ni
come, ni duerme, ni gasta herraduras, y lleva un portante por los aires, sin
tener alas, que el que lleva encima puede llevar una taza llena de agua en la
mano sin que se le derrame gota, según camina llano y reposado; por lo cual la
linda Magalona se holgaba mucho de andar caballera en él.
A
esto dijo Sancho:
-Para
andar reposado y llano, mi rucio, puesto que no anda por los aires; pero por la
tierra, yo le cutiré con cuantos portantes hay por el mundo.
Riéronse
todos, y la Dolorida prosiguió:
-Y
este tal caballo, si es que Malambruno quiere dar fin a nuestra desgracia,
antes que sea media hora entrada la noche estará en nuestra presencia; porque
él me significó que la señal que me daría por donde yo entendiese que había
hallado el caballero que buscaba, sería enviarme el caballo, donde fuese con comodidad y presteza.
-Y
¿cuántos caben en este caballo? -preguntó Sancho. La Dolorida respondió:
-Dos
personas: la una en la silla y la otra en las ancas; y por la mayor parte, esas
tales dos personas son caballero y escudero, cuando falta alguna robada
doncella.
-Querría
yo saber, señora Dolorida -dijo Sancho-, qué nombre tiene ese caballo.
-El
nombre -respondió la Dolorida- no es como el caballo de Belorofonte, que se
llamaba Pegaso, ni como el del Magno Alejandro, llamado Bucéfalo, ni como el
del furioso Orlando, cuyo nombre fue Brilladoro, ni menos Bayarte, que fue el
de Rinaldos de Montalbán, ni Frontino, como el de Rugero; ni Bootes ni Peritoa,
como dicen que se llaman los del Sol, ni tampoco se llama Orelia, como el caballo
en que el desdichado Rodrigo, último rey de los godos, entró en la batalla
donde perdió la vida y el reino.
-Yo
apostaré -dijo Sancho- que pues no le han dado ninguno desos famosos nombres de
caballos tan conocidos, que tampoco le habrán dado el de mi amo, Rocinante, que
en ser propio excede a todos los que se han nombrado.
-Así
es -respondió la barbada condesa-; pero todavía le cuadra mucho, porque se
llama Clavileño el Alígero, cuyo nombre conviene con el ser de leño, y con la
clavija que trae en la frente, y con la ligereza con que camina, y así, en
cuanto al nombre, bien puede competir con el famoso Rocinante.
-No
me descontenta el nombre -replicó Sancho-; ¿pero con qué freno o con qué
jáquima se gobierna?
-Ya
he dicho -respondió la Trifaldi- que con la clavija, que volviéndola a una
parte o a otra, el caballero que va encima le hace caminar como quiere, o ya
por los aires, o ya rastreando y casi barriendo la tierra, o por el medio, que
es el que se busca y se ha de tener en todas las acciones bien ordenadas.
-Ya
lo querría ver -respondió Sancho-; pero pensar que tengo de subir en él, ni en
la silla ni en las ancas, es pedir peras al olmo. ¡Bueno es que apenas puedo
tenerme en mi rucio, V sobre una albarda
más blanda que la mesma seda, y querrían ahora que me tuviese en unas ancas de
tabla, sin cojín ni almohada alguna!
Pardiez, yo no me pienso moler por quitar las barbas a nadie: cada cual se rape
como más le viniere a cuento; que yo no pienso acompañar a mi señor en tan
largo viaje. Cuanto más que yo no debo hacer al caso para el rapamiento destas
barbas, como lo soy para el desencanto de mi señora Dulcinea.
-Sí
sois, amigo -respondió la Trifaldi-; y tanto, que sin vuestra presencia
entiendo que no haremos nada.
-¡Aquí
del rey! -dijo Sancho-. ¿Qué tienen que ver los escuderos con las aventuras de
sus señores? ¿Hanse de llevar ellos la
fama de las que acaban, y hemos de llevar nosotros el trabajo?
¡Cuerpo
de mí! Aun si dijesen los historiadores: «El tal caballero acabó la tal y tal
aventura; pero con ayuda de fulano, su escudero, sin el cual fuera imposible el
acabarla...» Pero ¡que escriban a
secas:
«Don
Paralipomenón de las Tres Estrellas acabó la aventura de los seis vestiglos»,
sin nombrar la persona de su escudero, que se halló presente a todo, como si no
fuera en el mundo! Ahora, señores, vuelvo a decir que mi señor se puede ir
solo, y buen provecho le haga, que yo me quedaré aquí en compañía de la
duquesa, mi señora, y podría ser que cuando volviese hallase mejorada la causa
de la señora Dulcinea en tercio y quinto
porque pienso en los ratos ociosos y desocupados, darme una tanda de azotes,
que no me la cubra pelo.
-Con
todo eso, le habéis de acompañar si fuere necesario, buen Sancho, porque os lo
rogarán buenos; que no han de quedar por vuestro inútil temor tan poblados los
rostros destas señoras, que cierto sería mal caso.
-¡Aquí
del rey otra vez! -replicó Sancho-. Cuando esta caridad se hiciera por algunas
doncellas recogidas, o por algunas niñas de la doctrina, pudiera el hombre
aventurarse a cualquier trabajo; pero que lo sufra por quitar las barbas a
dueñas, ¡mal año! Mas que las viese yo a todas con barbas, desde la mayor hasta
la menor, y de la más melindrosa hasta la más repulgada.
-Mal
estáis con las dueñas, Sancho amigo -dijo la duquesa- mucho os vais tras la
opinión del boticario toledano. Pues a fe que no tenéis razón: que dueñas hay
en mi casa que pueden ser ejemplo de dueñas; que aquí está mi doña Rodríguez,
que no me dejará decir otra cosa.
-Mas
que la diga Vuestra Excelencia -dijo doña Rodríguez-, que Dios sabe la verdad
de todo, y buenas o malas, barbadas o lampiñas que seamos las dueñas, también
nos parió nuestra madre como a las otras mujeres; y pues Dios nos echó en el
mundo, Él sabe para qué, y a su misericordia me atengo, y no a las barbas de
nadie.
-Ahora
bien, señora Rodríguez -dijo don Quijote-, y señora Trifaldi y compañía, yo
espero en el cielo que mirará con buenos ojos vuestras cuitas; que Sancho hará
lo que yo le mandare, ya viniese Clavileño, y ya me viese con Malambruno; que
yo sé que no habría navaja que con más facilidad rapase a vuestras mercedes
como mi espada raparía de los hombros la cabeza de Malambruno; que Dios sufre a
los malos, pero no para siempre.
-¡Ay!
-dijo a esta sazón la Dolorida-. Con benignos ojos miren a vuestra grandeza,
valeroso caballero, todas las estrellas de las
regiones
celestes e infundan en vuestro ánimo toda prosperidad y valentía para ser
escudo y amparo del vituperoso y abatido género dueñesco, abominado de
boticarios, murmurado de escuderos y socaliñado de pajes; que mal haya la
bellaca que en la flor de su edad no se metió primero a ser monja que a dueña.
¡Desdichadas de nosotras las dueñas; que aunque vengamos por línea recta de
varón en varón, del mesmo Héctor el troyano, no dejaran de echarnos un vos
nuestras señoras, si pensasen por eso ser reinas! ¡Oh gigante Malambruno, que,
aunque eres encantador, eres certísimo
en tus promesas!, envíanos ya al sin par Clavileño, para que nuestra desdicha
acabe; que si entra el calor y estas nuestras barbas duran, ¡guay de nuestra
ventura!
Dijo
esto con tanto sentimiento la Trifaldi, que sacó las lágrimas de los ojos de
todos los circunstantes, y aun arrasó los de Sancho, y propuso en su corazón de
acompañar a su señor hasta las últimas partes del mundo, si es que en ello
consistiese quitar la lana de aquellos venerables rostros.
CAPÍTULO
XLI. De la venida de Clavileño, con el fin desta dilatada aventura.
Llegó
en esto la noche, y con ella el punto determinado en que el famoso caballo
Clavileño viniese, cuya tardanza fatigaba ya a don Quijote, pareciéndole que,
pues Malambruno se detenía en enviarle, o que él no era el caballero para quien
estaba guardada aquella aventura, o que Malambruno no osaba venir con él a
singular batalla. Pero veis aquí cuando a deshora entraron por el jardín cuatro
salvajes, vestidos todos de verde hiedra, que sobre sus hombros traían un gran
caballo de madera. Pusiéronle de pies en el suelo, y uno de los salvajes dijo:
-Suba
sobre esta máquina el caballero que tuviere ánimo para ello.
-Aquí
-dijo Sancho- yo no subo, porque ni tengo ánimo ni soy caballero. Y el salvaje
prosiguió diciendo:
-Y
ocupe las ancas el escudero, si es que lo tiene, y fíese del valeroso
Malambruno, que si no fuere de su espada, de ninguna otra, ni de otra malicia,
será ofendido; y no hay más que torcer esta clavija que sobre el cuello trae
puesta, que él los llevará por los aires adonde los atiende Malambruno; pero
porque la alteza y sublimidad del camino no les cause váguidos, se han de cubrir
los ojos hasta que el caballo relinche, que será señal de haber dado fin a su
viaje.
Esto
dicho, dejando a Clavileño, con gentil continente se volvieron por donde habían
venido. La Dolorida, así como vio el caballo, casi con lágrimas dijo a don
Quijote:
-Valeroso
caballero, las promesas de Malambruno han sido ciertas: el caballo está en
casa, nuestras barbas crecen, y cada una de nosotras y con cada pelo dellas te
suplicamos nos rapes y tundas, pues no está en más sino en que subas en él con
tu escudero y des felice principio a vuestro nuevo viaje.
-Eso
haré yo, señora condesa Trifaldi, de muy buen grado y de mejor talante, sin
ponerme a tomar cojín, ni calzarme
espuelas, por no detenerme; tanta es la gana que tengo de veros a vos, señora,
y a todas estas dueñas rasas y mondas.
-Eso
no haré yo -dijo Sancho- ni de malo ni de buen talante, en ninguna manera; y si
es que este rapamiento no se puede hacer sin que yo suba a las ancas, bien
puede buscar mi señor otro escudero que
le acompañe, y estas señoras otro modo de alisarse los rostros; que yo no soy
brujo para gustar de andar por los aires. Y ¿qué dirán mis insulanos cuando
sepan que su gobernador se anda paseando por los vientos? Y otra cosa más: que
habiendo tres mil y tantas leguas de aquí a Candaya, si el caballo se cansa o
el gigante se enoja, tardaremos en dar la vuelta media docena de años, y ya ni
habrá ínsula, ni ínsulos en el mundo que me conozcan; y pues se dice
comúnmente que en la tardanza va el
peligro, y que cuando te dieren la vaquilla acudas con la soguilla, perdónenme
las barbas destas señoras, que bien se está San Pedro en Roma; quiero decir que
bien me estoy en esta casa, donde tanta merced se me hace y de cuyo dueño tan
gran bien espero como es verme gobernador.
A
lo que el duque dijo:
-Sancho
amigo, la ínsula que yo os he prometido no es movible ni fugitiva: raíces tiene
tan hondas, echadas en los abismos de la tierra, que no la arrancarán ni
mudarán de donde está a tres tirones; y pues vos sabéis que sé yo que no hay
ningún género de oficio destos de mayor cuantía que no se granjee con alguna
suerte de cohecho, cual más, cual menos, el que yo quiero llevar por este
gobierno es que vayáis con vuestro señor don Quijote a dar cima y cabo a esta
memorable aventura; que ahora volváis sobre Clavileño con la brevedad que su
ligereza promete, ora la contraria fortuna
os traiga y vuelva a pie, hecho romero, de mesón en mesón y de venta en
venta, siempre que volviéredes hallaréis vuestra ínsula donde la dejáis, y a
vuestros insulanos con el mesmo deseo de recebiros por su gobernador que
siempre han tenido, y mi voluntad será la mesma; y no pongáis duda en esta
verdad, señor Sancho; que sería hacer notorio agravio al deseo que de serviros
tengo.
-No
más, señor -dijo Sancho-: yo soy un pobre escudero y no puedo llevar a cuestas
tantas cortesías. Suba mi amo, tápenme estos ojos y encomiéndenme a Dios, y
avísenme si cuando vamos por esas altanerías, podré encomendarme a nuestro
Señor o invocar los ángeles que me favorezcan.
A
lo que respondió Trifaldi:
-Sancho,
bien podéis encomendaros a Dios o a quien quísiéredes, que Malambruno, aunque
es encantador, es cristiano y hace sus encantamentos con mucha sagacidad y con
mucho tiento, sin meterse con nadie.
-¡Ea,
pues -dijo Sancho-, Dios me ayude y la Santísima Trinidad de Gaeta!
-Desde
la memorable aventura de los batanes -dijo don Quijote--, nunca he visto a
Sancho con tanto temor como ahora, y si yo fuera tan agorero como otros, su
pusilanimidad me hiciera algunas cosquillas en el ánimo. Pero llegaos aquí, Sancho;
que con licencia destos señores os quiero hablar aparte dos palabras.
Y
apartando a Sancho entre unos árboles del jardín y asiéndole ambas manos, le
dijo:
-Ya
ves, Sancho hermano, el largo viaje que nos espera, y que sabe Dios cuándo
volveremos dél, ni la comodidad y
espacio que nos darán los negocios; y así querría que ahora te retirases en tu
aposento, como que vas a buscar alguna cosa necesaria para el camino, y en un
daca las pajas, te dieses a buena cuenta de los tres mil y trecientos azotes a que
estás obligado, siquiera quinientos, que dados te los tendrás, que el comenzar
las cosas es tenerlas medio acabadas.
-¡Par
Dios -dijo Sancho-, que vuesa merced debe de ser menguado! Esto es como aquello
que dicen: «¡En priesa me vees y doncellez me demandas!» ¿Ahora que tengo que
ir sentado en una tabla rasa quiere vuestra merced que me lastime las posas? En
verdad en verdad que no tiene vuestra merced razón. Vamos ahora a rapar estas
dueñas, que a la vuelta yo le prometo a vuestra merced, como quien soy, de
darme tanta priesa a salir de mi obligación, que vuestra merced se contente, y
no le digo más.
Y
don Quijote respondió:
-Pues
con esa promesa, buen Sancho, voy consolado, y creo que la cumplirás, porque en
efecto, aunque tonto, eres hombre verídico.
-No
soy verde, sino moreno -dijo Sancho-, pero aunque fuera de mezcla, cumpliera mi
palabra. Y con esto se volvieron a subir en Clavileño, y al subir dijo don
Quijote:
-Tapaos,
Sancho, y subid, Sancho; que quien de tan lueñes tierras envía por nosotros no será
para engañarnos por la poca gloria que le puede redundar de engañar a quien dél
se fía; y puesto que todo sucediese al
revés de lo que imagino, la gloria de haber emprendido esta hazaña no la podrá escurecer malicia alguna.
-Vamos,
señor -dijo Sancho-, que las barbas y lágrimas destas señoras las tengo
clavadas en el corazón, y no comeré bocado que bien me sepa hasta verlas en su
primera lisura. Suba vuesa merced y tápese primero, que si yo tengo de ir a las
ancas, claro está que primero sube el de la silla.
-Así
es la verdad -replicó don Quijote.
Y
sacando un pañuelo de la faldriquera pidió a la Dolorida que le cubriese muy
bien los ojos, y habiéndoselos cubierto, se volvió a descubrir y dijo:
-Si
mal no me acuerdo, yo he leído en Virgilio aquello del Paladión de Troya, que
fue un caballo de madera que los griegos presentaron a la diosa Palas, el cual
iba preñado de caballeros armados, que después fueron la total ruina de Troya;
y así, será bien ver primero lo que Clavileño trae en su estómago.
-No
hay para qué -dijo la Dolorida-; que yo le fío y sé que Malambruno no tiene
nada de malicioso ni de traidor; vuesa merced, señor don Quijote, suba sin
pavor alguno, y a mi daño si alguno le sucediere.
Parecióle
a don Quijote que cualquiera cosa que replicase acerca de su seguridad sería
poner en detrimento su valentía, y así, sin más altercar, subió sobre Clavileño
y le tentó la clavija, que fácilmente se rodeaba; y como no tenía estribos, y
le colgaban las piernas, no parecía sino figura de tapiz flamenco pintada o
tejida en algún romano triunfo. De mal talante y poco a poco llegó a subir
Sancho, y acomodándose lo mejor que pudo en las ancas, las halló algo duras y
no nada blandas, y pidió al duque que, si fuese posible, le acomodasen de algún
cojín o de alguna almohada, aunque fuese del estrado de su señora la duquesa, o
del lecho de algún paje; porque, las ancas de aquel caballo más parecían de
mármol que de leño.
A
esto dijo la Trifaldi que ningún jaez ni ningún género de adorno sufría sobre
sí Clavileño que lo que podía hacer era ponerse a mujeriegas, y que así no
sentiría tanto la dureza. Hízolo así Sancho, y diciendo «a Dios», se dejó
vendar los ojos, y ya después de vendados se volvió a descubrir, y mirando a
todos los del jardín tiernamente y con lágrimas, dijo que le ayudasen en aquel
trance con sendos paternostres y sendas avernarías, porque Dios deparase quien
por ellos los dijese cuando en semejantes trances se viesen. A lo que dijo don
Quijote:
-Ladrón,
¿estás puesto en la horca por ventura, o en el último término de la vida, para
usar de semejantes plegarias? ¿No estás, desalmada y cobarde criatura, en el
mismo lugar que ocupó la linda Magalona,
del cual descendió, no a la sepultura, sino a ser reina de Francia, si no
mienten las historias? Y yo, que voy a tu lado, ¿no puedo ponerme al del
valeroso Pierres, que oprimió este mismo lugar que yo ahora oprimo? Cúbrete,
cúbrete, animal descorazonado, y no te salga a la boca el temor que tienes, a lo menos en presencia
mía.
-Tápenme
-respondió Sancho-; y pues no quieren que me encomiende a Dios ni que sea
encomendado, ¿qué mucho que tema no ande por aquí alguna región de diablos que
den con nosotros en Peralvillo?
Cubriéronse,
y sintiendo don Quijote que estaba como había de estar, tentó la clavija, y apenas
hubo puesto los dedos en ella cuando todas las dueñas y cuantos estaban
presentes levantaron las voces, diciendo:
-¡Dios
te guíe, valeroso caballero!
-¡Dios
sea contigo, escudero intrépido!
-¡Ya,
ya vais por esos aires, rompiéndolos con más velocidad que una saeta!
-¡Ya
comenzáis a suspender y admirar a cuantos desde la tierra os están mirando!
-¡Tente,
valeroso Sancho, que te bamboleas! ¡Mira no cayas; que será peor tu caída que
la del atrevido mozo que quiso regir el carro del Sol, su padre!
Oyó
Sancho las voces, y apretándose con su amo y ciñéndole con los brazos, le dijo:
-Señor,
¿cómo dicen éstos que vamos tan altos, si alcanzan acá sus voces, y no parece
sino que están aquí hablando junto a nosotros?
-No
repares en eso, Sancho, que como estas cosas y estas volaterías van fuera de
los cursos ordinarios, de mil leguas verás y oirás lo que quisieres. Y no me
aprietes tanto, que me derribas y en verdad que no sé de qué te turbas ni te
espantas; que osaré jurar que en todos los días de mi vida he subido en
cabalgadura de paso más llano: no parece sino que no nos movemos de un lugar.
Destierra amigo el miedo que, en efecto, la cosa va como ha de ir y el viento
llevamos en popa.
-Así
es la verdad -respondió Sancho-; que por este lado me da un viento tan recio
que parece que con mil fuelles me están soplando.
Y
así era ello; que unos grandes fuelles le estaban haciendo aire: tan bien
trazada estaba la tal aventura por el duque y la duquesa y su mayordomo, que no
le faltó requisito que la dejase de hacer perfecta.
Sintiéndose,
pues, soplar don Quijote, dijo:
-Sin
duda alguna, Sancho, que ya debemos de llegar a la segunda región del aire,
adonde se engendra el granizo y las nieves; los truenos, los relámpagos y los
rayos se engendran en la tercera región, y si es que desta manera vamos
subiendo, presto daremos en la región del fuego, y no sé yo cómo templar esta
clavija para que no subamos donde nos abrasemos.
En
esto, con unas estopas ligeras de encenderse y apagarse, desde lejos,
pendientes de una caña, les calentaban los rostros. Sancho, que sintió el
calor, dijo:
-Que
me maten si no estamos ya en el lugar del fuego, o bien cerca; porque una gran
parte de mi barba se me ha chamuscado, y estoy, señor, por descubrirme y ver en
qué parte estamos.
-No
hagas tal -respondió don Quijote-, y acuérdate del verdadero cuento del
licenciado Torralba, a quien llevaron los diablos en volandas por el aire,
caballero en una caña, cerrados los ojos, y en doce horas llegó a Roma, y se
apeó en Torre de Nona, que es una calle de la ciudad, y vio todo el fracaso y
asalto y muerte de Borbón, y por la mañana ya estaba de vuelta en Madrid, donde
dio cuenta de todo lo que había visto;
el cual asimismo dijo que cuando iba por el aire le mandó el diablo que abriese
los ojos; y los abrió y se vio tan cerca, a su parecer, del cuerpo de la luna
que la pudiera asir con la mano, y que no osó mirar a tierra por no
desvanecerse. Así que, Sancho, no hay para qué descubrirnos; que el que nos
lleva a cargo, él dará cuenta de nosotros, y quizá vamos tomando puntas y
subiendo en alto para dejarnos caer de una sobre el reino de Candaya, como hace
el sacre o neblí sobre la garza para cogerla, por más que se remonte, y aunque
nos parece que no ha media hora que nos partimos del jardín, créeme que debemos
de haber hecho gran camino.
-No
sé lo que es -respondió Sancho Panza-; sólo sé decir que si la señora
Magallanes o Magalona se contentó destas ancas, que no debía de ser muy tierna
de carnes.
Todas
estas pláticas de los dos valientes oían el duque y la duquesa y los del
jardín, de que recebían extraordinario contento, y queriendo dar remate a la
extraña y bien fabricada aventura, por la cola de Clavileño le pegaron fuego
con unas estopas, y al punto, por estar el caballo lleno de cohetes tronadores,
voló por los aires con extraño ruido, y dio con don Quijote y con Sancho
Panza en el suelo, medio chamuscados.
En
este tiempo ya se había desaparecido del jardín todo el barbado escuadrón de
las dueñas, y la Trifaldi y todo, y los del jardín quedaron como desmayados,
tendidos por el suelo. Don Quijote y Sancho se levantaron maltrechos, y mirando
a todas partes quedaron atónitos de verse en el mesmo jardín de donde habían
partido y de ver tendido por tierra tanto número de gente; y creció más su
admiración cuando a un lado del jardín vieron hincada una gran lanza en el
suelo, y pendiente della y de dos cordones de seda verde un pergamino liso y
blanco, en el cual, con grandes letras de oro, estaba escrito lo siguiente:
El
ínclito caballero don Quijote de la Mancha feneció y acabó la aventura de la
condesa Trifaldi, por otro nombre llamada la dueña Dolorida, y compañía, con
sólo intentarla.
Malambruno
se da por contento y satisfecho a toda su voluntad, y las barbas de las dueñas
ya quedan lisas y mondas, y los reyes don Clavijo y Antonomasia en su prístino
estado. Y cuando se cumpliere el escuderil vápulo, la blanca paloma se verá
libre de los pestíferos gerifaltes que la persiguen, y en brazos de su querido
arrullador,- que así está ordenado por el sabio Merlín, protoencantador de los
encantadores.
Habiendo;
pues, don Quijote leído las letras del pergamino, claro entendió que del
desencanto de Dulcinea hablaban, y dando muchas gracias al cielo de que con tan
poco peligro hubiese acabado tan gran fecho, reduciendo a su pasada tez los
rostros de las venerables dueñas, que ya no parecían, se fue adonde el duque y
la duquesa aún no habían vuelto en sí, y trabando de la mano al duque, le dijo:
-¡Ea,
buen señor, buen ánimo; buen ánimo, que todo es nada!
La
aventura es ya acabada, sin daño de barras, como lo muestra claro el escrito
que en aquel padrón está puesto.
El
duque, poco a poco, y como quien de un pesado sueño recuerda, fue volviendo en
sí, y por el mismo tenor la duquesa y todos los que por el jardín estaban
caídos, con tales muestras de maravilla
y espanto, que casi se podían dar a entender haberles acontecido de veras lo
que tan bien sabían fingir de burlas. Leyó el duque el cartel con los ojos
medio cerrados, y luego, con los brazos abiertos, fue a abrazar a don Quijote,
diciéndole ser el más buen caballero que en ningún siglo se hubiese visto.
Sancho
andaba mirando por la Dolorida, por ver qué rostro tenía sin las barbas, y si
era tan hermosa sin ellas como su gallarda disposición prometía; pero dijéronle
que así como Clavileño bajó ardiendo por los aires y dio en el suelo, todo el
escuadrón de las dueñas, con la Trifaldi, había desaparecido, y que ya iban
rapadas y sin cañones. Preguntó la duquesa a Sancho que cómo le había ido en aquel largo viaje. A lo cual
Sancho respondió:
-Yo,
señora, sentí que íbamos, según mi señor me dijo, volando por la región del
fuego, y quise descubrirme un poco los ojos; pero mi amo, a quien pedí licencia
para descubrirme, no lo consintió; mas yo, que tengo no sé qué briznas de
curioso y de desear saber lo que se me estorba e impide, bonitamente y sin que
nadie lo viese, por junto a las narices aparté tanto cuanto el pañizuelo que me
tapaba los ojos, y por allí miré hacia la tierra, y parecióme que toda ella no
era mayor que un grano de mostaza, y los hombres que andaban sobre ella, poco
mayores que avellanas; porque se vea cuán altos debíamos de ir entonces.
A
esto dijo la duquesa:
-Sancho
amigo, mirad lo que decís que, a lo que parece, vos no vistes la tierra, sino
los hombres que andaban sobre ella; y está claro que si la tierra os pareció
como un grano de mostaza, y cada hombre como una avellana, un hombre solo había
de cubrir la tierra.
-Así
es verdad -respondió Sancho-, pero, con todo eso, la descubrí por un ladito, y
la vi toda.
-Mirad,
Sancho -dijo la duquesa-, que por un ladito no se ve el todo de lo que se mira.
-Yo
no sé esas miradas -replicó Sancho-; sólo sé que será bien que vuestra señoría
entienda que, pues volábamos por encantamento, por encantamento podía yo ver
toda la tierra y todos los hombres por doquiera que los mirara; y si
esto no se me cree, tampoco creerá vuestra merced cómo, descubriéndome por
junto a las cejas, me vi tan junto al cielo, que no había de mí a él palmo y
medio, y por lo que puedo jurar, señora mía, que es muy grande además. Y
sucedió que íbamos por parte donde están las siete cabrillas, y en Dios y en mi
ánima que como yo en mi niñez fui en mi tierra cabrerizo, que así como las vi, ¡me
dio una gana de entretenerme con ellas un rato...! Y si no le cumpliera me
parece que reventara. Vengo, pues, y tomo, y ;qué hago? Sin decir nada a nadie,
ni a mi señor tampoco, bonita y pasitamente me apeé de Clavileño, y me
entretuve con las cabrillas, que son
como unos alhelíes y como unas flores, casi tres cuartos de hora, y Clavileño
no se movió de un lugar, ni pasó adelante.
-Yen
tanto que el buen Sancho se entretenía con las cabras -preguntó el duque-, ¿en
que se entretenía el señor don Quijote?
A
lo que don Quijote respondió:
-Como
todas estas cosas y estos tales sucesos van fuera del orden natural, no es
mucho que Sancho diga lo que dice. De mí sé decir que ni me descubrí por alto
ni por bajo, ni vi el cielo, ni la tierra, ni la mar, ni las arenas. Bien es
verdad que sentí que pasaba por la región del aire, y aun que tocaba a la del
fuego, pero que pasásemos de allí no lo puedo creer, pues estando la región del
fuego entre el cielo y la luna y la última región del aire, no podíamos llegar
al cielo donde están las siete cabrillas que Sancho dice, sin abrasarnos; y
pues no nos asuramos, o Sancho miente, o Sancho sueña.
-Ni
miento ni sueño -respondió Sancho-; si no, pregúntenme las señas de tales
cabras, y por ellas verán si digo verdad o no.
-Dígalas,
pues, Sancho -dijo la duquesa.
-Son
-respondió Sancho -las dos verdes, las dos encarnadas, las dos azules, y la una
de mezcla.
-Nueva
manera de cabras es ésa -dijo el duque-, y por esta nuestra región del suelo no
se usan tales colores; digo, cabras de tales colores.
-Bien
claro está eso -dijo Sancho-; sí, que diferencia ha de haber de las cabras del
cielo a las del suelo.
-Decidme,
Sancho -preguntó el duque-: ¿viste allá entre esas cabras algún cabrón?
No,
señor -respondió Sancho-; pero oí decir que ninguno pasaba de los cuernos de la
luna.
No
quisieron preguntarle más de su viaje, porque les pareció que llevaba Sancho
hilo de pasearse por todos los cielos, y dar nuevas de cuanto allí pasaba sin
haberse movido del jardín.
En
resolución, este fue el fin de la aventura de la dueña Dolorida, que dio que
reír a los duques, no sólo aquel tiempo, sino el de toda su vida, y que contar
a Sancho siglos, si los viviera; y
llegándose don Quijote a Sancho, al oído le dijo:
-Sancho,
pues vos queréis que se os crea lo que habéis visto en el cielo, yo quiero que
vos me creáis a mí lo que vi en la cueva de Montesinos. Y no os digo más.
Capítulo
XLII. PRIMEROS CONSEJOS DE DON QUIJOTE A SANCHO PANZA PARA SER UN BUEN
GOBERNADOR. De los consejos que dio don Quijote a Sancho Panza antes que fuese
a gobernar la ínsula, con otras cosas bien consideradas.
[…]
-Mirad,
amigo Sancho -respondió el duque-: yo no puedo dar parte del cielo a nadie,
aunque no sea mayor que una uña; que a sólo Dios están reservadas esas mercedes
y gracias. Lo que puedo dar os doy, que es una ínsula hecha y derecha, redonda
y bien proporcionada, y sobremanera fértil y abundosa, donde si vos os sabéis
dar maña podéis con las riquezas de la tierra granjear las del cielo.
-Ahora
bien -respondió Sancho-, venga esa ínsula; que yo pugnaré por ser tal
gobernador que a pesar de bellacos me vaya al cielo, y esto no es por codicia
que yo tenga de salir de mis casillas ni de levantarme a mayores, sino por el
deseo que tengo de probar a qué sabe el ser gobernador.
-Si
una vez lo probáis, Sancho -dijo el duque-, comeros heis las manos tras el
gobierno, por ser dulcísima cosa el mandar y ser obedecido. A buen seguro que
cuando vuestro dueño llegue a ser emperador, que lo será sin duda, según van
encaminadas sus cosas, que no se lo arranquen como quiera, y que le duela y le
pese en la mitad del alma del tiempo que hubiere dejado de serlo.
-Señor
-replicó Sancho-, yo imagino que es bueno mandar, aunque sea a un hato de
ganado.
-Con
vos me entierren, Sancho, que sabéis de todo -respondió el duque-, y yo espero
que seréis tal gobernador como vuestro
juicio promete, y quédese esto aquí y advertid que mañana en ese mesmo día
habéis de ir al gobierno de la ínsula, y esta tarde os acomodarán del traje
conveniente que habéis de llevar y de
todas las cosas necesarias a vuestra partida.
-Vístanme
-dijo Sancho- como quieren; que de cualquier manera que vaya vestido seré
Sancho Panza.
-Así
es verdad -dijo el duque-, pero los trajes se han de acomodar con el oficio o
dignidad que se profesa, que no sería bien que un jurisperito se vistiese como
soldado, ni un soldado como un sacerdote. Vos, Sancho, iréis vestido parte de
letrado y parte de capitán, porque en la ínsula que os doy tanto son menester las
armas como las letras; y las letras como las armas.
-Letras
-respondió Sancho-, pocas tengo, porque aún no sé el abecé; pero bástame tener
el Christus en la memoria para ser buen gobernador. De las armas manejaré las
que me dieren, hasta caer, y Dios delante.
-Con
tan buena memoria -dijo el duque-, no podrá Sancho errar en nada.
En
esto llegó don Quijote, y sabiendo lo que pasaba y la celeridad con que Sancho
se había de partir a su gobierno, con licencia del duque le tomó por la mano y
se fue con él a su estancia, con intención de aconsejarle cómo se había de
haber en su oficio.
Entrados,
pues, en su aposento, cerró tras sí la puerta, y hizo casi por fuerza que
Sancho se sentase junto a él, y con reposada voz le dijo:
-Infinitas
gracias doy al cielo, Sancho amigo, de que antes y primero que yo haya
encontrado con alguna buena dicha, te haya salido a ti a recebir y a encontrar
la buena ventura. Yo, que en mi buena suerte te tenía librada la paga de tus
servicios, me veo en los principios de aventajarme, y tú, antes de
tiempo, contra la ley del
razonable discurso, te ves premiado
de tus deseos.
Otros cohechan, importunan, solicitan, madrugan, ruegan, porfían, y no
alcanzan lo que pretenden; y llega otro, y sin saber cómo ni cómo no, se halla
con e1 cargo y oficio que otros muchos pretendieron; y aquí entra y encaja bien
el decir que hay buena y mala fortuna en las pretensiones. Tú, que para mí, sin
duda alguna, eres un porro, sin madrugar ni trasnochar, y sin hacer diligencia
alguna, con sólo el aliento que te ha tocado de la andante caballería, sin más
ni más te ves gobernador de una ínsula como quien no dice nada. Todo esto digo,
¡oh Sancho!, para que no atribuyas a tus merecimientos la merced recebida, sino
que des gracias al cielo, que dispone suavemente las cosas, y después las darás
a la grandeza que en sí encierra la profesión de la caballería andante.
Dispuesto, pues, el corazón a creer lo que te he dicho, está, ¡oh hijo!, atento
a este tu Catón, que quiere aconsejarte y ser norte y guía que te encamine y
saque a seguro puerto de este mar proceloso donde vas a engolfarte; que los
oficios y grandes cargos no son otra cosa sino un golfo profundo de
confusiones. Primeramente, ¡oh hijo!, has de temer a Dios; porque en el temerle
está la sabiduría, y siendo sabio no podrás errar en nada. Lo segundo, has de
poner los ojos en quien eres, procurando conocerte a ti mismo, que es el más
difícil conocimiento que puede imaginarse. Del conocerte saldrá el no hincharte como la rana que quiso igualarse
con el buey, que si esto haces, vendrá a ser feos pies de la rueda de tu locura
la consideración de haber guardado puercos en tu tierra.
-Así
es la verdad -respondió Sancho-, pero fue cuando muchacho; pero después, algo
hombrecillo, gansos fueron los que guardé, que no puercos. Pero esto paréceme a
mí que no hace el caso; que no todos los que gobiernan vienen de casta de
reyes.
-Así
es verdad -replicó don Quijote-; por lo cual los no de principios nobles deben
acompañar la gravedad del cargo que ejercitan con una blanda suavidad que,
guiada por la prudencia, los libre de la murmuración maliciosa, de quien no hay
estado que se escape. Haz gala, Sancho, de la humildad de tu linaje, y no te
desprecies de decir que vienes de labradores; porque viendo que no te corres,
ninguno se pondrá a correrte; y préciate más de ser humilde virtuoso que
pecador soberbio. Innumerables son aquellos que de baja estirpe nacidos, han
subido a la suma dignidad pontificia e imperatoria; y desta verdad te pudiera
traer tantos ejemplos, que te cansaran. Mira, Sancho: si tomas por medio a la
virtud, y te precias de hacer hechos virtuosos, no hay para qué tener envidia a
los que los tienen príncipes y señores; porque la sangre se hereda, y la virtud
se aquista, y la virtud vale por sí sola lo que la sangre no vale. Siendo esto
así, como lo es, que si acaso viniere a verte cuando estés en tu ínsula alguno
de tus parientes, no lo deseches ni le afrentes; antes le has de acoger,
agasajar y regalar; que con esto satisfarás al cielo, que gusta que nadie se
desprecie de lo que él hizo, y
corresponderás a lo que debes a la naturaleza bien concertada. Si trujeres a tu
mujer contigo (porque no es bien que los que asisten a gobiernos de mucho
tiempo estén sin las propias), enséñala, doctrínala, y desbástala de su natural
rudeza; porque todo lo que suele adquirir un gobernador discreto suele perder y
derramar una mujer rústica y tonta. Si acaso enviudaras, cosa que puede
suceder, y con el cargo mejorares de consorte, no la tomes tal que te sirva de
anzuelo y de caña de pescar, y del no quiero de tu capilla; porque en verdad te
digo que de todo aquello que la mujer del juez recibiere ha de dar cuenta el
marido en la residencia universal, donde pagará con el cuatro tanto en la
muerte las partidas de que no se hubiere hecho cargo en la vida. Nunca te guíes
por la ley del encaje, que suele tener mucha cabida con los ignorantes que
presumen de agudos. Hallen en ti más compasión las lágrimas del pobre, pero no
más justicia, que las informaciones del rico. Procura descubrir la verdad por
entre las promesas y dádivas del rico como por entre los sollozos e
importunidades del pobre. Cuando pudiere y debiere tener lugar la equidad, no
cargues todo el rigor de la ley al delincuente; que no es mejor la fama del
juez riguroso que la del compasivo. Si acaso doblares la vara de la justicia,
no sea con el peso de la dádiva, sino con el de
la misericordia. Cuando te sucediere juzgar algún pleito de algún tu
enemigo, aparta las mientes de tu injuria y ponlas en la verdad del caso. No te
ciegue la pasión propia en la causa ajena; que los yerros que en ella hicieres
las más veces serán sin remedio; y si le tuvieren, será a costa de tu crédito y
aun de tu hacienda. Si alguna mujer hermosa viniere a pedirte justicia, quita
los ojos de sus lágrimas y tus oídos de sus gemidos, y considera de espacio la
sustancia de lo que pide, si no quieres que se anegue tu razón en su llanto y
tu bondad en sus suspiros. Al que has de castigar con obras, no trates mal con
palabras, pues le basta al desdichado la pena del suplicio, sin la añadidura de
las malas razones. Al culpado que cayere debajo de tu jurisdicción, considérale
hombre miserable, sujeto a las
condiciones de la depravada naturaleza nuestra, y en todo cuanto fuere de tu
parte, sin hacer agravio a la contraria, muéstratele piadoso y clemente; porque
aunque los atributos de Dios todos son iguales, más resplandece y campea a
nuestro ver, el de la misericordia que el de la
justicia. Si estos preceptos y estas reglas sigues, Sancho, serán luengos
tus días, tu fama será eterna, tus premios
colmados, tu felicidad
indecible, casarás tus
hijos como quisieres, títulos
tendrán
ellos y tus nietos, vivirás en paz y beneplácito de las gentes, y en los
últimos pasos de la vida te alcanzará el
de la muerte en vejez suave y madura, y cerrarán tus ojos las tiernas y
delicadas manos de tus terceros netezuelos. Esto que hasta aquí te he dicho son
documentos que han de adornar tu alma; escucha ahora los que han de servir para
adorno del cuerpo.
Capítulo XLIII. CONSEJOS DE URBANIDAD DE
DON QUIJOTE A SANCHO ANTES DE SER GOBERNANDOR. De los consejos segundos que dio
don Quijote a Sancho Panza.
¿Quién
oyera el pasado razonamiento de don Quijote que no le tuviera por persona muy
cuerda y mejor intencionada? Pero; como muchas veces en el progreso desta
grande historia queda dicho, solamente disparaba en tocándole en la caballería,
y en los demás discurso mostraba tener claro y desenfadado entendimiento, de
manera que a cada paso desacreditaban sus obras su juicio, y su juicio sus
obras; pero en ésta destos segundos documentos que dio a Sancho, demostró tener
gran donaire, y puso su discreción y su locura en un elevado punto.
Atentísimamente
le escuchaba Sancho, y procuraba conservar en la memoria sus consejos, como
quien pensaba guardarlos y salir por ellos a buen parto de la preñez de su
gobierno. Prosiguió, pues, don Quijote y dijo:
-En
lo que toca a cómo has (le gobernar tu persona y casa, Sancho, lo primero que
te encargo es que seas limpio, y que te cortes las uñas, sin dejarlas crecer,
como algunos hacen, a quien su ignorancia les ha dado a entender que las uñas
largas les hermosean las manos, como si aquel excremento y añadidura que se
dejan de cortar fuese uña, siendo antes garras de cernícalo lagartijero: puerco
y extraordinario abuso. No andes, Sancho, desceñido y flojo; que el vestido
descompuesto da indicios de ánimo desmazalado, si ya la descompostura y
flojedad no cae debajo de socarronería, como se juzgó en la de Julio César.
Toma con discreción el pulso a lo que pudiere valer tu oficio, y si sufriere
que des librea a tus criados, dásela honesta y provechosa más que vistosa y
bizarra, y repártela entre tus criados y los pobres: quiero decir que si has de
vestir seis pajes, viste tres y otros tres pobres, y así tendrás pajes para el
cielo y para el suelo; y este nuevo modo de dar librea no le alcanzan los
vanagloriosos. No comas ajos ni cebollas, porque no saquen por el olor tu
villanería. Anda despacio; habla con reposo; pero no de manera que parezca que
te escuchas a ti mismo; que toda afectación es mala. Come poco y cena más poco;
que la salud de todo el cuerpo se fragua en la oficina del estómago. Sé
templado en el beber, considerando que el vino demasiado ni guarda secreto, ni
cumple palabra. Ten cuenta, Sancho, de no mascar a dos carrillos, ni de erutar
delante de nadie.
-Eso
de erutar no entiendo --dijo Sancho. Y don Quijote le dijo:
-Erutar,
Sancho, quiere decir regoldar, y éste es uno de los más torpes vocablos que
tiene la lengua castellana, aunque es muy significativo; y así, la gente
curiosa se ha acogido al latín, y al regoldar dice erutar, y a los regüeldos,
erutaciones; y cuando algunos no entienden estos términos, importa poco; que el
uso los irá introduciendo con el tiempo, que con facilidad se entiendan; y
esto es enriquecer la lengua, sobre
quien tiene poder el vulgo y el uso.
-En
verdad, señor -dijo Sancho-, que uno de los consejos y avisos que pienso llevar
en la memoria ha de ser el de no regoldar, porque lo suelo hacer muy a menudo.
-Erutar,
Sancho, que no regoldar -dijo don Quijote.
-Erutar
diré de aquí adelante -respondió Sancho-, y a fe que no se me olvide.
-También,
Sancho, no has de mezclar en tus pláticas la muchedumbre de refranes que
sueles; que puesto que los refranes son
sentencias breves, muchas veces los traes tan por los cabellos, que más parecen
disparates que sentencias.
-Eso
Dios lo puede remediar -respondió Sancho-; porque sé más refranes que un libro,
y viénense tantos juntos a la boca cuando hablo, que riñen, por salir, unos con
otros; pero la lengua va arrojando los primeros que encuentra, aunque no vengan
a pelo. Más yo tendré cuenta de aquí adelante de decir los que convengan a la
gravedad de mi cargo; que en casa llena, presto se guisa la cena; y quien
destaja, no baraja; y a buen salvo está el que repica; y el dar y el tener,
seso ha menester.
-¡Eso
sí, Sancho! -dijo don Quijote-. ¡Encaja, ensarta, enhila refranes; que nadie te
va a la mano!
¡Castígame
mi madre, y yo trómpogelas! Estoyte diciendo que excuses refranes, y en un
instante has echado aquí una letanía dellos, que así cuadran con lo que vamos
tratando como por los cerros de Úbeda. Mira, Sancho, no te digo yo que parece
mal un refrán traído a propósito; pero cargar y ensartar refranes a troche
moche hace la plática desmayada y baja. Cuando subieres a caballo, no vayas
echando el cuerpo sobre el arzón postrero, ni lleves las piernas tiesas y tiradas
y desviadas de la barriga del caballo, ni tampoco vayas tan flojo, que parezca
que vas sobre el rucio; que el andar a- caballo a unos hace caballeros, a otros
caballerizos. Sea moderado tu sueño, que el que no madruga con el sol, no goza
del día; y advierte, ¡oh Sancho!, que la diligencia es madre de la buena
ventura; y la pereza, su contraria, jamás llegó al término que pide un buen
deseo. Este último consejo que ahora darte quiero, puesto que no sirva para
adorno del cuerpo, quiero que le lleves muy en la memoria, que creo que no te
será de menos provecho que los que hasta aquí te he dado; y es que jamás te
pongas a disputar de linajes, a lo menos, comparándolos entre sí, pues, por
fuerza, en los que se comparan uno ha de ser el mejor, y del que abatieres
serás aborrecido, y del que levantares, en ninguna manera premiado. Tu vestido
será calza entera, ropilla larga, herreruelo un poco más largo; greguescos, ni
por pienso; que no les están bien ni a los caballeros ni a los gobernadores.
Por ahora, esto se me ha ofrecido, Sancho, que aconsejarte; andará el tiempo, y
según las ocasiones, así serán mis documentos, como tú tengas cuidado de
avisarme el estado en que te hallares.
-Señor
-respondió Sancho-, bien veo que todo cuanto vuestra merced me ha dicho son
cosas buenas, santas y provechosas; pero ¿de qué han de servir, si de ninguna
me acuerdo? Verdad sea que aquello de no dejarme crecer las uñas y de casarme
otra vez, si se ofreciere, no se me pasará del magín; pero esotros badulaques y
enredos y revoltillos, no se me acuerda ni acordará más dellos que de las nubes
de antaño, y así, será menester que se me den por escrito; que puesto que no sé
leer ni escribir, yo se los daré a mi confesor para que me los encaje y
recapacite cuando fuere menester.
-¡Ah,
pecador de mí! -respondió don Quijote-, y qué mal parece en los gobernadores el
no saber leer ni escribir. Porque has de saber, ¡oh Sancho!, que no saber un
hombre leer, o ser zurdo, arguye una de dos cosas: o que fue hijo de padres
demasiado de humildes y bajos, o él tan travieso y malo que no pudo entrar en
él el buen uso ni la buena doctrina. Gran falta es la que llevas contigo, y
así, querría que aprendieses a firmar siquiera.
-Bien
sé firmar mi nombre -respondió Sancho-; que cuando fui prioste en mi lugar,
aprendí a hacer unas letras como de marca de fardo, que decían que decía mi
nombre; cuanto más que fingiré que tengo tullida la mano derecha, y haré que
firme otro por mí; que para todo hay remedio, si no es para la muerte; y
teniendo yo el mando y el palo, haré lo que quisiere; cuanto más que el que
tiene el padre alcalde... Y siendo yo gobernador, que es más que ser alcalde,
¡llegaos, que la dejan ver! No, sino popen y calóñenme; que vendrán por lana, y
volverán trasquilados; y a quien Dios quiere bien, la casa le sabe; y las
necedades del rico por sentencias pasan en el mundo; y siéndolo yo, siendo
gobernador y juntamente liberal, como lo pienso ser, no habrá falta que se me
parezca. No, sino haceos miel, y paparos han moscas; tanto vales cuanto tienes,
decía una mi abuela; y del hombre arraigado no te verás vengado.
-¡Oh,
maldito seas de Dios, Sancho! -dijo a esta sazón don Quijote-. ¡Sesenta mil
satanases te lleven a ti y a tus refranes! Una hora ha que los estás ensartando
v dándome con cada uno tragos de tormento. Yo te aseguro que estos refranes te
han de llevar un día a la horca; por ellos te han de quitar el gobierno tus
vasallos, o ha de haber entre ellos comunidades. Dime, ¿dónde los hallas,
ignorante, o cómo los aplicas, mentecato, que para decir yo uno y aplicarle
bien, sudo y trabajo como si cavase?
-Por
Dios, señor nuestro amo -replicó Sancho-, que vuesa merced se queja de bien
poca cosa. ¿A qué diablo se pudre de que yo me sirva de mi hacienda, que
ninguna otra tengo, ni otro caudal alguno, sino refranes y más refranes? Y
ahora se me ofrecen cuatro que venían aquí pintiparados, o como peras en
tabaque; pero no los diré, porque al buen callar llaman Sancho.
-Ese
Sancho no eres tú -dijo don Quijote-; porque no sólo ni eres buen callar, sino
mal hablar y mal porfiar; y con todo eso querría saber qué cuatro refranes te
ocurrían ahora a. la memoria que venían aquí a propósito, que yo ando
recorriendo la mía, que la tengo buena, y ninguno se me ofrece.
-¿Qué
mejores -dijo Sancho- que «entre dos muelas cordales nunca pongas tus
pulgares», y «a idos de mi casa y qué
queréis con mi mujer, no hay responder», y «si da el cántaro en la piedra o la
piedra en el cántaro, mal para el cántaro», todos los cuales vienen a pelo? Que
nadie se tome con su gobernador ni con el que manda, porque saldrá lastimado,
como el que pone el dedo entre dos muelas cordales, y aunque no sean cordales,
como sean muelas, no importa; y a lo que dijere el gobernador no hay que
replicar, como el «salíos de mi casa y qué queréis con mi mujer». Pues lo de la
piedra en el cántaro un ciego lo verá. Así, que es menester que el que ve la
mota en el ojo ajeno, vea la viga en el suyo, porque no se diga por él:
«espantóse la muerta de la degollada», y vuestra merced sabe bien que más sabe
el necio en su casa que el cuerdo en la ajena.
-Eso
no, Sancho -respondió don Quijote-; que el necio en su casa ni en la ajena sabe
nada, a causa que sobre el cimiento de la necedad no asienta ningún discreto
edificio. Y dejemos esto aquí, Sancho; que si mal gobernares, tuya será la
culpa, y mía la vergüenza; mas consuélome que he hecho lo que debía en
aconsejarte con las veras y con la discreción a mí posible: con esto salgo de
mi obligación y de mi promesa. Dios te guíe, Sancho, y te gobierne en tu gobierno,
y a mí me saque del escrúpulo que me queda que has de dar con toda la ínsula
patas arriba, cosa que pudiera yo
excusar con descubrir al duque quién eres, diciéndole que toda esa
gordura y esa personilla que tienes no es otra cosa que un costal lleno de
refranes y de malicias.
-Señor
-replicó Sancho-, si a vuestra merced le parece que no soy de pro para este
gobierno, desde aquí le suelto; que más
quiero un solo negro de la uña de mi alma, que a todo mi cuerpo; y así me
sustentaré Sancho a secas con pan y cebolla, como gobernador con perdices y
capones; y más, que mientras se duerme todos son iguales, los grandes y los
menores, los pobres y los ricos, y si vuestra merced mira en ello, verá que
sólo vuesa merced me ha puesto en esto de gobernar: que yo no sé más de
gobiernos de ínsulas que un buitre; y si se imagina que por ser gobernador me
ha de llevar el diablo, más me quiero ir Sancho al cielo que gobernador al
infierno.
-Por
Dios, Sancho -dijo don Quijote-, que por solas estas últimas razones que has
dicho juzgo que mereces ser gobernador de mil ínsulas: buen natural tienes, sin
el cual no hay ciencia que valga; encomiéndate a Dios, y procura no errar en la
primera intención; quiero decir que siempre tengas intento y firme propósito de
acertar en cuantos negocios te ocurrieren, porque siempre favorece el cielo los
buenos deseos. Y vámonos a comer; que creo que ya estos señores nos aguardan.
CAPÍTULO XLVI. CENCERRADA A DON QUIJOTE
CUANDO CONSUELA A SU ENAMORADA ALTISIDORA. Del temeroso espanto cencerril y
gatuno que recibió don Quijote en el discurso de los amores de la enamorada
Altisidora.
Dejamos
al gran don Quijote envuelto en los pensamientos que le habían causado la
música de la enamorada doncella Altisidora. Acostóse con ellos y, como si
fueran pulgas, no le dejaron dormir ni sosegar un punto, y juntábansele los que
le faltaban de sus medias; pero como es ligero el tiempo, y no hay barranco que
le detenga, corrió caballero en las horas, y con mucha presteza llegó la de la
mañana. Lo cual visto por don Quijote, dejó las blandas plumas, y, no nada
perezoso, se vistió su acamuzado vestido y se calzó sus botas de camino, para
encubrir la desgracia de sus medias; arrojóse encima su mantón de escarlata y
púsose en la cabeza una montera de terciopelo verde, guarnecida de pasamanos de
plata; colgó el tahelí de sus hombros con su buena y tajadora espada; asió un
gran rosario que consigo contino traía, y con gran prosopopeya y contoneo salió
a la antesala, donde el duque y la duquesa estaban ya vestidos y como
esperándole. Y al pasar por una galería, estaban a posta esperándole Altisidora
y la otra doncella su amiga, y así como Altisidora vio a don Quijote, fingió
desmayarse, y su amiga la recogió en sus faldas, y con gran presteza le iba a
desabrochar el pecho. Don Quijote, que lo vio, llegándose a ellas, dijo:
-Ya
sé yo de qué proceden estos accidentes.-No sé yo de qué -respondió la amiga-,
porque Altisidora es la doncella más sana de toda esta casa, y yo nunca la he
sentido un ¡ay! en cuanto ha que la conozco; que mal hayan cuantos caballeros
andantes hay en el mundo, si es que todos son desagradecidos. Váyase vuesa
merced, señor don Quijote; que no volverá en sí esta pobre niña en tanto que
vuesa merced aquí estuviere.
A
lo que respondió don Quijote:
-Haga
vuesa merced, señora, que se me ponga un laúd esta noche en mi aposento; que yo
consolaré lo mejor que pudiere a esta lastimada doncella; que en los principios
amorosos los desengaños prestos suelen ser remedios calificados.
Y
con esto se fue, porque no fuese notado de los que allí le viesen. No se hubo
bien apartado, cuando volviendo en sí la desmayada Altisidora, dijo a su
compañera:
-Menester
será que se le ponga el laúd; que sin duda don Quijote quiere darnos música, y
no será mala siendo suya.
Fueron
luego a dar cuenta a la duquesa de lo que pasaba y del laúd que pedía don
Quijote, y ella, alegre sobremodo, concertó con el duque y con sus doncellas de
hacerle una burla que fuese más risueña que dañosa, y con mucho contento
esperaban la noche, que se vino tan apriesa como se había venido el día, el
cual pasaron los duques en sabrosas pláticas con don Quijote. Y la duquesa
aquel día real y verdaderamente despachó a un paje suyo -que había hecho en la
selva la figura encantada de Dulcinea-, a Teresa Panza, con la carta de su
marido Sancho Panza, y con el lío de ropa que había dejado para que se le
enviase, encargándole le trujese buena relación de todo lo que con ella pasase.
Hecho
esto, y llegadas las once horas de la noche, halló don Quijote una vihuela en
su aposento; templóla, abrió la la reja, y sintió que andaba gente en el
jardín; y habiendo recorrido los traste de la vihuela y afinándola lo mejor que
supo, escupió y remondóse el pecho, y luego, con una voz ronquilla, aunque entonada, cantó el
siguiente romance, que él mismo aquel día había compuesto:
-Suelen
las fuerzas de amor
sacar
de quicio a las almas,
tomando
por instrumento
la
ociosidad descuidada.
Suele
el coser y el labrar,
y
el estar siempre ocupada,
ser
antídoto al veneno
de
las amorosas ansias.
Las
doncellas recogidas
que
aspiran a ser casadas,
la
honestidad es la dote
y
voz de sus alabanzas.
Los
andantes caballeros
y
los que en la corte andan,
requiébranse
con las libres;
con
las honestas se casan.
Hay
amores de levante,
que
entre huéspedes se tratan,
que
llegan presto al poniente,
porque
en el partir se acaban.
El
amor recién venido,
que
hoy llegó y se va mañana,
las
imágenes no deja
bien
impresas en el alma.
Pintura
sobre pintura
ni
se muestra ni señala;
y
do hay primera belleza
la
segunda no hace baza.
Dulcinea
del Toboso
del
alma en la tabla rasa
tengo
pintada de modo,
que
es imposible borrarla.
La
firmeza en los amantes
es
la parte más preciada,
por
quien hace Amor milagros,
y
asimesmo los levanta.
Aquí
llegaba don Quijote de su canto, a quien estaban escuchando el duque y la
duquesa, Altisidora y casi toda la gente del castillo, cuando de improviso,
desde encima de un corredor que sobre la reja de don Quijote a plomo caía,
descolgaron un cordel donde venían más de cien cencerros asidos, y luego, tras
ellos, derramaron un gran saco de gatos, que asimesmo traían cencerros menores
atados a las colas. Fue tan grande el ruido de los cencerros y el mayar de los
gatos, que aunque los duques habían sido inventores de la burla, todavía les
sobresaltó; y, temeroso don Quijote, quedó pasmado. Y quiso la suerte que dos o
tres gatos se entraron por la reja de su estancia, y dando de una parte a otra,
parecía que una región de diablos andaba en ella. Apagaron las velas que en el
aposento ardían, y andaban buscando por do escaparse. El descolgar y subir del
cordel de los grandes cencerros no cesaba; la mayor parte de la gente del
castillo, que no sabía la verdad del caso, estaba suspensa y admirada.
Levantóse
don Quijote en pie, y poniendo mano a la espada comenzó a tirar estocadas por
la reja y a decir a grandes voces:
-¡Afuera,
malignos encantadores! ¡Afuera, canalla hechiceresca; que yo soy don Quijote de
la Mancha, contra quien no valen ni tienen fuerzas vuestras malas intenciones!
Y
volviéndose a los gatos que andaban por el aposento, les tiró muchas
cuchilladas; ellos acudieron a la reja, y por allí se salieron, aunque uno,
viéndose tan acosado de las cuchilladas de don Quijote, le saltó al rostro y le
asió de las narices con las uñas y los dientes, por cuyo dolor, don Quijote
comenzó a dar los mayores gritos que pudo. Oyendo lo cual el duque y la
duquesa, y considerando lo que podía ser, con mucha presteza acudieron a su
estancia, y abriendo con llave maestra vieron al pobre caballero pugnando con
todas sus fuerzas por arrancar el gato de su rostro. Entraron con luces y vieron
la desigual pelea; acudió el duque a despartirla, y don Quijote dijo a voces:
-¡No
me le quite nadie! ¡Déjenme mano a mano con este demonio, con este hechicero,
con este encantador, que yo le daré a entender de mí a él quién es don Quijote
de la Mancha!
Pero
el gato, no curándose destas amenazas, gruñía y apretaba más; en fin, el duque
se le desarraigó y le echó por la reja.
Quedó
don Quijote acribado el rostro y no muy sanas las narices, aunque muy
despechado porque no le habían dejado
fenecer la batalla que tan trabada tenía con aquel malandrín encantador.
Hicieron traer aceite de Aparicio, y la mesma Altisidora, con sus blanquísimas
manos le puso unas vendas por todo lo herido, y al ponérselas, con voz baja le
dijo:
-Todas
estas malandanzas te suceden, empedernido caballero, por el pecado de tu dureza
y pertinacia; y plega a Dios que se le olvide a Sancho tu escudero el azotarse,
porque nunca salga de su encanto esta
tan amada tuya Dulcinea, ni tú lo goces, ni llegues a tálamo con ella, a lo
menos viviendo yo, que te adoro.
A
todo esto no respondió don Quijote otra palabra sino fue dar un profundo
suspiro, y luego se tendió en su lecho, agradeciendo a los duques la merced, no
porque él tenía temor de aquella canalla gatesca encantadora y cencerruna, sino
porque había conocido la buena intención con que habían venido a socorrerle.
Los duques le dejaron sosegar, y se fueron, pesarosos del mal suceso de la burla; pero no creyeron que tan pesada y
costosa le saliera a don Quijote aquella aventura, que le costó cinco días de
encerramiento y de cama, donde le sucedió otra aventura más gustosa que la
pasada, la cual no quiere su historiador contar ahora, por acudir a Sancho
Panza, que andaba muy solícito y muy gracioso en su gobierno.
CAPÍTULO LIV. ENCUENTRO DE SANCHO CON UN MORISCO. Que
trata de cosas tocantes a esta historia, y no a otra alguna.
[…]Sucedió,
pues, que no habiéndose alongado mucho de la ínsula del su gobierno (que él
nunca se puso a averiguar si era ínsula, ciudad, villa o lugar la que gobernaba),
vio que por el camino por donde él iba venían seis peregrinos con sus bordones,
de estos extranjeros que piden la limosna cantando, los cuales, en llegando a
él, se pusieron en ala, y levantando las voces todos juntos, comenzaron a
cantar en su lengua lo que Sancho no pudo entender, si no fue una palabra que
claramente pronunciaban, limosna, por donde entendió que era limosna la que en
su canto pedían; y como él, según dice Cide Hamete, era caritativo además, sacó
de sus alforjas medio pan y medio queso, de que venía proveído, y dióselo,
diciéndoles por señas que no tenía otra cosa que darles. Ellos lo recibieron de muy buena gana, y
dijeron:
-¡Guelte!
¡Guelte!
-No
entiendo -respondió Sancho- qué es lo que me pedís, buena gente.
Entonces
uno de ellos sacó una bolsa del seno y mostrósela a Sancho, por lo que entendió
que le pedían dineros; y él, poniéndose el dedo pulgar en la garganta y
extendiendo la mano arriba, les dio a
entender que no tenía ostugo de moneda, y picando al rucio, rompió por ellos; y
al pasar, habiéndole estado mirando uno dellos con mucha atención, arremetió a
él, echándole los brazos por la cintura. En voz alta y muy castellana, dijo:
-¡Válame
Dios! ¿Qué es lo que veo? ¿Es posible que tengo en mis brazos a mi caro amigo,
al mi buen vecino Sancho Panza? Sí tengo, sin duda, porque yo ni duermo, ni
estoy ahora borracho.
Admiróse
Sancho de oírse nombrar por su nombre y de verse abrazar del extranjero
peregrino, y después de haberle estado mirando sin hablar palabra, con mucha
atención, nunca pudo conocerle; pero viendo su suspensión el peregrino, le
dijo:
-¿Cómo
y es posible, Sancho Panza hermano, que no conoces a tu vecino Ricote el
morisco, tendero de tu lugar?
Entonces
Sancho le miró con más atención y comenzó a refigurarle, y, finalmente, le vino
a conocer de todo punto, y sin apearse del jumento, le echó los brazos al
cuello, y le dijo:
-¿Quién
diablos te había de conocer, Ricote, en ese traje de moharracho que traes?
Dime: ¿quién te ha hecho franchote, y cómo tienes atrevimiento de volver a
España, donde si te cogen y conocen tendrás harta mala ventura?
-Si
tú no me descubres, Sancho -respondió el peregrino-, seguro estoy que en este
traje no habrá nadie que me conozca; y apartémonos del camino a aquella alameda
que allí parece, donde quieren comer y reposar mis compañeros, y allí comerás
con ellos, que son muy apacible gente. Yo tendré lugar de contarte lo que me ha
sucedido después que me partí de nuestro lugar, por obedecer el bando de Su
Majestad, que con tanto rigor a los desdichados de mi nación amenazaba, según
oíste.
Hízolo
así Sancho, y hablando Ricote a los demás peregrinos, se apartaron a la alameda
que se parecía, bien desviados del camino real. Arrojaron los bordones,
quitáronse las mucetas o esclavinas y quedaron en pelota, y todos ellos eran
mozos y muy gentileshombres, excepto Ricote, que ya era hombre entrado en años.
Todos traían alforjas, y todas, según pareció, venían bien proveídas, a lo
menos, de cosas incitativas y que llaman a la sed de dos leguas.
Tendiéronse
en el suelo, y haciendo manteles de las yerbas, pusieron sobre ellas pan, sal,
cuchillos, nueces, rajas de queso, huesos mondos de jamón,, que si no se
dejaban mascar, no defendían el ser chupados. Pusieron asimismo un manjar
negro, que dicen que se llama cabial, y es hecho de huevos de pescados, gran
despertador de la colambre. No faltaron aceitunas, aunque secas y sin adobo
alguno, pero sabrosas y entretenidas. Pero lo que más campeó en el campo de
aquel banquete fueron seis botas de vino, que cada uno sacó la suya de su
alforja; hasta el buen Ricote, que se había transformado de morisco en alemán o
en tudesco, sacó la suya, que en grandeza podía competir con las cinco.
Comenzaron
a comer con grandísimo gusto y muy despacio, saboreándose con cada bocado,
que le tomaban con la punta del
cuchillo, y muy poquito de cada cosa, y luego al punto, todos a una, levantaron
los brazos y las botas en el aire; puestas las bocas en su boca, clavados los
ojos en el cielo, no parecía sino que ponían en él la puntería; y desta manera,
meneando las cabezas a un lado y a otro, señales que acreditaban el gusto que
recebían, se estuvieron. un buen espacio, trasegando en sus estómagos las
entrañas de las vasijas.
Todo
lo miraba Sancho, y de ninguna cosa se dolía; antes, por cumplir con el refrán,
que él muy bien sabía, de «cuando a Roma fueres, haz como vieres», pidió a
Ricote la bota, y tomó su puntería como los demás, y no con menos gusto que
ellos.
Cuatro
veces dieron lugar las botas para ser empinadas; pero la quinta no fue posible,
porque ya estaban más enjutas y secas que un esparto, cosa que puso mustia la
alegría que hasta allí habían mostrado. De cuando en cuando juntaba alguno su
mano derecha con la de Sancho, y decía:
-Español
y tudesqui, tuto uno: bon compaño.
Y
Sancho respondía: Bon compaño, jura Di!
Y
disparaba con una risa que le duraba una hora, sin acordarse entonces de nada
de lo que le había sucedido en su gobierno; porque sobre el rato y tiempo
cuando se come y bebe, poca jurisdicción suelen tener los cuidados. Finalmente,
el acabársele el vino fue principio de un sueño que dio a todos, quedándose
dormidos sobre las mismas mesas y manteles; solos Ricote y Sancho quedaron
alerta, porque habían comido más y bebido menos; y apartando Ricote a Sancho,
se sentaron al pie de una haya, dejando a los peregrinos sepultados en dulce
sueño, y Ricote, sin tropezar nada en su lengua morisca, en la pura castellana
le dijo las siguientes razones:
-Bien
sabes, ¡oh Sancho Panza, vecino y amigo mío!, cómo el pregón y bando que Su
Majestad mandó publicar contra los de mi nación puso terror y espanto en todos
nosotros; a lo menos, en mí le puso de
suerte, que me parece que antes del tiempo que se nos concedía para que
hiciésemos ausencia de España, ya tenía el rigor de la pena ejecutando en mi
persona y en la de mis hijos. Ordené, pues, a mi parecer, como prudente, bien
así como el que sabe que para tal tiempo le han de quitar la casa donde vive y
se provee de otra donde mudarse; ordené, digo, de salir yo solo, sin mi
familia, de mi pueblo, e ir a buscar donde llevarla con comodidad y sin la
priesa con que los demás salieron; porque bien vi, y vieron todos nuestros
ancianos, que aquellos pregones no eran sólo amenazas, como algunos decían,
sino verdaderas leyes, que se habían de poner en ejecución a su determinado
tiempo; y forzábame a creer esta verdad saber yo los ruines y disparatados
intentos que los nuestros tenían, y tales, que me parece que fue inspiración
divina la que movió a Su Majestad a poner en efecto tan gallarda resolución, no
porque todos fuésemos culpados, que algunos había cristianos firmes y
verdaderos; pero eran tan pocos, que no se podían oponer a los que no lo eran,
y no era bien criar la sierpe en el seno, teniendo los enemigos dentro de casa.
Finalmente, con justa razón fuimos castigados con la pena del destierro, blanda
y suave al parecer de algunos, pero al nuestro, la más terrible que se nos
podía dar. Doquiera que estamos lloramos por España; que, en fin, nacimos en
ella y es nuestra patria natural; en ninguna parte hallamos el acogimiento que
nuestra desventura desea, y en Berbería, y en todas las partes de África donde
esperábamos ser recebidos, acogidos y regalados, allí es donde más nos ofenden
y maltratan. No hemos conocido el bien hasta que le hemos perdido; y es el
deseo tan grande que casi todos tenemos de volver a España, que los más de aquellos, y son
muchos, que saben la lengua como yo, se vuelven a ella, y dejan allá sus
mujeres y sus hijos desamparados: tanto es el amor que la tienen; y agora conozco
y experimento lo que suele decirse: que es dulce el amor de la patria. Salí,
como digo, de nuestro pueblo, entré en Francia, y aunque allí nos hacían buen
acogimiento, quise verlo todo. Pasé a Italia y llegué a Alemania, y allí me pareció que se podía vivir con
más libertad, porque sus habitadores no miran en muchas delicadezas: cada uno
vive como quiere, porque en la mayor parte della se vive con libertad de
conciencia. Dejé tomada casa en un pueblo junto a Augusta; juntéme con estos
peregrinos, que tienen por costumbre de venir a España muchos Bellos, cada año,
a visitar los santuarios della, que los tienen por sus Indias, y por certísima
granjería y conocida ganancia. Ándanla casi toda, y no hay pueblo ninguno de
donde no salgan comidos y bebidos, como suele decirse, y con un real, por lo
menos, en dineros, y al cabo de su viaje salen con más de cien escudos de sobra
que, trocados en oro, o ya en el hueco de los bordones, o entre los remiendos
de las esclavinas, o con la industria que ellos pueden, los sacan del reino y
los pasan a sus tierras, a pesar de las guardas de los puestos y puertos donde
se registran. Ahora es mi intención, Sancho, sacar el tesoro que dejé
enterrado, que por estar fuera del pueblo lo podré hacer sin peligro, y
escribir o pasar desde Valencia a mi
hija y a mi mujer, que sé que están en Argel, y dar traza como traerlas a algún
puerto de Francia, y desde allí llevarlas a Alemania, donde esperaremos lo que
Dios quisiere hacer de nosotros; que, en resolución, Sancho, yo sé cierto que
la Ricota mi hija y Francisca Ricota mi mujer son católicas cristianas, y
aunque yo no lo soy tanto, todavía tengo más de cristiano que de moro, y ruego
siempre a Dios me abra los ojos del entendimiento y me dé a conocer cómo le
tengo de servir. Y lo que me tiene admirado es no saber por qué se fue mi mujer
y mi hija antes a Berbería que a
Francia, adonde podía vivir como cristiana.
A
lo que respondió Sancho:
-Mira,
Ricote, eso no debió estar en su mano, porque las llevó Juan Tiopieyo, el
hermano de tu mujer; y como debe de ser fino moro, fuese a lo más bien parado,
y séte decir otra cosa; que creo que vas en balde a buscar lo que dejaste
encerrado; porque tuvimos nuevas que habían quitado a tu cuñado y tu mujer
muchas perlas y mucho dinero en oro que llevaban por registrar.
-Bien
puede ser eso -replicó Ricote-; pero yo sé, Sancho, que no tocaron a mi
encierro, porque yo no les descubrí dónde estaba, temeroso de algún desmán; y
así, si tú, Sancho, quieres venir conmigo y ayudarme a sacarlo y a encubrirlo,
yo te daré docientos escudos, con que podrás remediar tus necesidades, que ya
sabes que sé yo que las tienes muchas.
-Yo
lo hiciera -respondió Sancho-; pero no soy nada codicioso, que, a serlo, un
oficio dejé yo esta mañana de las manos, donde pudiera hacer las paredes de mi
casa de oro, y comer antes de seis meses en platos dé plata; y así por esto,
como por parecerme haría traición a mi rey en dar favor a sus enemigos, no
fuera contigo, si como me prometes docientos escudos, me dieras aquí de contado
cuatrocientos.
-Y
¿qué oficio es el que has dejado, Sancho? -Preguntó Ricote.
-He
dejado de ser gobernador de una ínsula -respondió Sancho-, y tal, que a buena
fe que no hallen otra como ella a tres tirones.
-¿Y
dónde está esa ínsula? -preguntó Ricote.
-¿Adónde?
-respondió Sancho-. Dos leguas de aquí, y se llama la ínsula Barataria.
-Calla,
Sancho -dijo Ricote-; que las ínsulas están allá dentro del mar; que no hay
ínsulas en la tierra firme.
-¿Cómo
no? -replicó Sancho-. Dígote, Ricote amigo, que esta mañana me partí della, y
ayer estuve en ella gobernando a mi placer, como un sagitario; pero, con todo
eso, la he dejado por parecerme oficio peligroso el de los gobernadores.
-
¿Y qué has ganado en el gobierno? -preguntó Ricote.
-He
ganado -respondió Sancho- el haber conocido que no soy bueno para gobernar, si
no es un hato de ganado, y que las riquezas que se ganan en los tales gobiernos
son a costa de perder el descanso y el sueño, y aun el sustento; porque en las
ínsulas deben de comer poco los gobernadores, especialmente si tienen médicos
que miren por su salud.
CAPÍTULO
LXXI. AZOTE A CUARTO DE REAL PARA DESENCANTAR A DULCINEA. De lo que a don Quijote le sucedió con
su escudero Sancho yendo a su aldea.
[…]-Tú
tienes razón, Sancho amigo -respondió don Quijote-, y halo hecho muy mal
Altisidora en no haberte dado las prometidas camisas; y puesto que tu virtud es
gratis data, que no te ha costado estudio alguno, más que estudio es recebir
martirios en tu persona. De mí te sé decir que si quisieras paga por los azotes del desencanto
de Dulcinea, ya te la hubiera dado tal como buena; pero no sé si vendrá bien
con la cura la paga, y no querría que impidiese el premio a la medicina.
Con todo eso, me parece que no se
perderá nada en probarlo: mira, Sancho, el que quieres, y azótate luego, y
págate de contado y de tu propia mano, pues tienes dineros míos.
A
cuyos ofrecimientos abrió Sancho los ojos y las orejas de un palmo, y dio
consentimiento en su corazón a azotarse de buena gana, y dijo a su amo:
-Agora
bien, señor, yo quiero disponerme a dar gusto a vuestra merced en lo que desea,
con provecho mío; que el amor de mis hijos y de mi mujer me hace que me muestre
interesado. Dígame vuestra merced: ¿cuánto me dará por cada azote que me diere?
-Si
yo te hubiera de pagar, Sancho -respondió don Quijote-, conforme lo que merece
la grandeza y calidad deste remedio, el tesoro de Venecia, las minas del Potosí
fueran poco para pagarte; toma tú el
tiento a lo que llevas mío, y pon el precio a cada azote.
-Ellos
-respondió Sancho-, son tres mil y trecientos y tantos; dellos me he dado hasta
cinco: quedan los demás; entren entre los tantos estos cinco, y vengamos a los
tres mil y trecientos, que a cuartillo cada uno, que no llevaré menos si todo
el mundo me lo mandase, montan tres mil y trecientos cuartillos, que son los
tres mil, mil y quinientos medios reales, que hacen setecientos y cincuenta
reales; y los trecientos hacen ciento y cincuenta medios reales, que vienen a
hacer setenta y cinco reales, que juntándose a los setecientos y cincuenta, son
por todos ochocientos y veinte y cinco reales. Éstos desfalcaré yo de los que
tengo de vuestra merced, y entraré en mi casa rico y contento, aunque bien
azotado; porque no se toman truchas..., y no digo más.
-¡Oh
Sancho bendito! ¡Oh Sancho amable -respondió don Quijote-, y cuán obligados
hemos de quedar Dulcinea y yo a servirte todos los días que el cielo nos diere
de vida! Si ella vuelve al ser perdido, que no es posible sino que vuelva, su
desdicha habrá sido dicha, y mi vencimiento, felicísimo triunfo. Y mira,
Sancho, cuándo quieres comenzar la disciplina; que porque la abrevies te añado
cien reales.
-¿Cuándo?
-replicó Sancho-. Esta noche, sin falta. Procure vuestra merced que la tengamos
en el campo, a cielo abierto; que yo me abriré mis carnes.
Llegó
la noche, esperada de don Quijote con la mayor ansia del mundo, pareciéndole
que las ruedas del carro de Apolo se habían quebrado, y que el día se alargaba
más de lo acostumbrado, bien así como
acontece a los enamorados, que jamás ajustan la cuenta de sus deseos.
Finalmente, se entraron entre unos
amenos árboles que poco desviados del camino estaban, donde, dejando vacías la
silla y albarda de Rocinante y el rucio, se tendieron sobre la verde yerba y
cenaron del repuesto de Sancho; el cual, haciendo del cabestro y de la jáquima
del rucio un poderoso y flexible azote, se retiró hasta veinte pasos de su amo,
entre unas hayas. Don Quijote, que le vio ir con denuedo y con brío, le dijo:
-Mira,
amigo, que no te hagas pedazos; da lugar que unos azotes aguarden a otros; no
quieras apresurarte tanto en la carrera, que en la mitad della te falte el
aliento; quiero decir que no te des tan
recio, que te falte la vida antes de llegar al número deseado. Y porque no
pierdas por carta de más ni de menos, yo estaré desde aparte, contando por este
mi rosario los azotes que te dieres. Favorézcate el cielo conforme tu buena
intención merece.
Al
buen pagador no le duelen prendas -respondió Sancho-: yo pienso darme de
manera, que sin matarme, me duela; que en esto debe de consistir la sustancia
deste milagro.
Desnudóse
luego de medio cuerpo arriba, y arrebatando el cordel, comenzó a darse, y
comenzó don Quijote a contar los azotes.
Hasta
seis u ocho se habría dado Sancho, cuando le pareció ser pesada la burla y muy
barato el precio della, y deteniéndose un poco, dijo a su amo que se llamaba a
engaño, porque merecía cada azote de aquéllos ser pagado a medio real, no que a
cuartillo.
-Prosigue,
Sancho amigo, y no desmayes -le dijo don Quijote-: que yo doblo la parada del
precio.
-Dese
modo -dijo Sancho-, ¡a la mano de Dios, y lluevan azotes!
Pero
el socarrón dejó de dárselos en las espaldas, y daba en los árboles, con unos
suspiros de cuando en cuando, que parecía que con cada uno dellos se le
arrancaba el alma. Tierna la de don Quijote, temeroso de que no se le acabase
la vida, y no consiguiese su deseo por la imprudencia de Sancho, le dijo:
-Por
tu vida, amigo, que se quede en este punto este negocio; que me parece muy
áspera esta medicina, y será bien dar tiempo al tiempo; que no se ganó Zamora
en una hora. Más de mil azotes, si yo no he contado mal, te has dado: bastan
por agora, que el asno, hablando a lo grosero, sufre la carga, mas no la
sobrecarga.
-No,
no, señor -respondió Sancho-; no se ha de decir por mí: «a dineros pagados,
brazos quebrados.» Apártese vuestra merced otro poco, y déjeme dar otros mil
azotes siquiera; que a dos levadas déstas habremos cumplido con esta partida, y
aún nos sobrará ropa.
-Pues
tú te hallas con tan buena disposición -dijo don Quijote-, el cielo te ayude, y
pégate, que yo me aparto.
Volvió
Sancho a su tarea con tanto denuedo, que ya había quitado las cortezas a muchos
árboles: tal era la riguridad con que se azotaba; y alzando una vez la voz, y
dando un desaforado azote en una haya,
dijo:
-¡Aquí
morirás, Sansón, y cuantos con él son!
Acudió
don Quijote luego al son de la lastimada voz y del golpe del riguroso azote, y
asiendo del torcido cabestro que le servía de corbacho a Sancho, le dijo:
-No
permita la suerte, Sancho amigo, que por el gusto mío pierdas tú la vida, que
ha de servir para sustentar a tu mujer y a tus hijos: espere Dulcinea mejor
coyuntura; que yo me contendré en los límites de la esperanza propincua, y
esperaré que cobres fuerzas nuevas, para que se concluya este negocio a gusto
de todos.
-Pues
vuestra merced, señor mío, lo quiere así -respondió Sancho-, sea en buena hora,
y écheme su ferreruelo sobre estas espaldas, que estoy sudando y no querría
resfriarme; que los nuevos disciplinantes corren este peligro. […]
CAPÍTULO LXIV. DON QUIJOTE ES DERROTADO
POR EL CABALLERO DE LA BLANCA
LUNA. Que trata de la aventura que
más pesadumbre dio a don Quijote de cuantas hasta entonces le habían sucedido.
[…]Y
una mañana, saliendo don Quijote a pasearse por la playa armado de todas sus
armas, porque, como muchas veces decía, ellas eran sus arreos, y su descanso el
pelear, y no se hallaba sin ellas un punto, vio venir hacia él un caballero,
armado asimesmo de punta en blanco, que en el escudo traía pintada una luna
resplandeciente; el cual, llegándose a trecho que podía ser oído, en altas
voces, encaminando sus razones a don Quijote, dijo:
-Insigne
caballero, y jamás como se debe alabado don Quijote de la Mancha, yo soy el
Caballero de la Blanca Luna, cuyas inauditas hazañas quizá te le habrán traído
a la memoria; vengo a contender contigo y a probar la fuerza de tus brazos, en
razón de hacerte conocer y confesar que mi dama, sea quien fuere, es sin
comparación más hermosa que tu Dulcinea del Toboso; la cual verdad si tú la
confiesas de llano en llano, excusarás tu muerte y el trabajo que yo he de
tomar en dártela; y si tú peleares y yo te venciere, no quiero otra
satisfacción sino que dejando las armas y
absteniéndote de buscar aventuras, te recojas y retires a tu lugar por
tiempo de un año, donde has de vivir sin echar mano a la espada, en paz
tranquila y en provechoso sosiego, porque así conviene al aumento de tu
hacienda y a la salvación de tu alma; y si tú me vencieres, quedará a tu
discreción mi cabeza, y serán tuyos los despojos de mis armas y caballo, y
pasará a la tuya la fama de mis hazañas. Mira lo que te está mejor, y
respóndeme luego, porque hoy todo el día traigo de término para despachar este
negocio.
Don
Quijote quedó suspenso y atónito, así de la arrogancia del Caballero de la
Blanca Luna como de la causa por que le desafiaba, y con reposo y ademán severo
le respondió:
-Caballero
de la Blanca Luna, cuyas hazañas hasta agora no han llegado a mi noticia, yo os
haré jurar que jamás habéis visto a la ilustre Dulcinea; que si visto la
hubiérades, yo sé que procurárades no poneros en esta demanda, porque su vista
os desengañara de que no ha habido ni puede haber belleza que con la suya
compararse pueda; y así, no diciéndoos que mentís, sino que no acertáis en lo propuesto, con las condiciones que habéis
referido aceto vuestro desafío, y luego, porque no se pase el día que traéis
determinado; y sólo exceso de las condiciones la de que se pase a mí la
fama de vuestras hazañas, porque no sé
cuáles ni qué tales sean: con las mías me contento, tales cuales ellas son. Tomad,
pues, la parte del campo que quisiéredes; que yo haré lo mesmo, y a quien Dios
se la diere, San Pedro se la bendiga.
Habían
descubierto de la ciudad al Caballero de la Blanca Luna, y díchoselo al
visorrey que estaba hablando con don
Quijote de la Mancha. El visorrey, creyendo sería alguna nueva aventura
fabricada por don Antonio Moreno o por otro algún caballero de la ciudad, salió
luego a la playa con don Antonio y con otros muchos caballeros que le
acompañaban, a tiempo cuando don Quijote volvía las riendas a Rocinante para
tomar del campo lo necesario.
Viendo,
pues, el visorrey que daban los dos señales de volverse a encontrar, se puso en
medio, preguntándose qué era la causa que les movía a hacer de improviso
batalla. El Caballero de la Blanca Luna
respondió que era precedencia de hermosura, y en breves razones le dijo las
mesmas que había dicho a don Quijote, con la acetación de las condiciones del
desafío hechas por entrambas partes. Llegóse el visorrey a don Antonio, y
preguntóle paso si sabía quién era el tal Caballero de la Blanca Luna, o si era
alguna burla que querían hacer a don Quijote. Don Antonio le respondió que ni sabía quién era, ni si era de burlas ni de
veras el tal desafío. Esta respuesta tuvo perplejo al visorrey en si les dejaría
o no pasar adelante en la batalla; pero no pudiéndose persuadir a que fuese
sino burla, se apartó diciendo:
-Señores
caballeros, si aquí no hay otro remedio sino confesar o morir, y el señor don
Quijote está en sus trece, y vuestra merced el de la Blanca Luna en sus
catorce, a la mano de Dios, y dense.
Agradeció
el de la Blanca Luna con corteses y discretas razones al visorrey la licencia
que se les daba, y don Quijote hizo lo mesmo; el cual, encomendándose al cielo
de todo corazón y a su Dulcinea -como tenía de costumbre al comenzar
de las batallas que se le ofrecían-, tornó a tomar otro poco más del campo,
porque vio que su contrario hacía lo mesmo, y sin tocar trompetas ni otro
instrumento bélico que les diese señal de arremeter, volvieron entrambos a un
mesmo punto las riendas a sus caballos; y como era más ligero el de la Blanca
Luna, llegó a don Quijote a dos tercios andados de la carrera, y allí le
encontró con tan poderosa fuerza, sin tocarle con la lanza (que la levantó, al
parecer, de propósito), que dio con Rocinante y con don Quijote por el suelo
una peligrosa caída. Fue luego sobre él, y poniéndole la lanza sobre la visera,
le dijo.
-Vencido
sois, caballero, y aun muerto, si no confesáis las condiciones de nuestro
desafío.
Don
Quijote, molido y aturdido, sin alzarse la visera, como si hablara dentro de
una tumba, con voz debilitada y enferma, dijo:
-Dulcinea
del Toboso es la más hermosa mujer del mundo, y yo el más desdichado caballero
de la tierra, y no es bien que mi flaqueza defraude esta verdad. Aprieta,
caballero, la lanza, y quítamela vida, pues me has quitado la honra.
-Eso
no haré yo, por cierto -dijo el de la Blanca Luna-: viva, viva en su entereza
la fama de la hermosura de la señora Dulcinea del Toboso; que sólo me contento
con que el gran don Quijote se retire a su lugar un año, o hasta el tiempo que
por mí le fuere mandado, como concertamos antes de entrar en esta batalla.
Todo
esto oyeron el visorrey y don Antonio, con otros muchos que allí estaban,
y oyeron asimesmo que don Quijote
respondió que como no le pidiese cosa que fuese en perjuicio de Dulcinea, todo
lo demás cumpliría como caballero puntual y verdadero.
Hecha
esta confesión, volvió las riendas el de la Blanca Luna, y haciendo mesura con
la cabeza al visorrey, a medio galope se entró en la ciudad.
Mandó
el visorrey a don Antonio que fuese tras él y que en todas maneras supiese
quién era. Levantaron a don Quijote, descubriéronle el rostro y halláronle sin
color y trasudando. Rocinante, de puro malparado, no se pudo mover por
entonces. Sancho, todo triste, todo apesarado, no sabía qué decir ni qué
hacerse; parecíale que todo aquel suceso pasaba en sueños y que toda aquella
máquina era cosa de encantamento. Veía a su señor rendido y obligado a no tomar
armas en un año; imaginaba la luz de la gloria de sus hazañas escurecida, las
esperanzas de sus nuevas promesas deshechas, como se deshace el humo con el
viento. Temía si quedaría o no contrahecho Rocinante, o deslocado su amo; que
no fuera poca ventura si deslocado quedara. Finalmente, con una silla de manos,
que mandó traer el visorrey, le llevaron a la ciudad, y el visorrey se volvió
también a ella, con deseo de saber quién fuese el Caballero de la Blanca Luna,
que de tan mal talante había dejado a
don Quijote.
CAPÍTULO LXV. SE DESCUBRE QUIÉN ES EL CABALLERO VENCEDOR DE
DON QUIJOTE. Donde se
da noticia quién era el de la Blanca Luna, con la libertad de don Gregorio, y
de otros sucesos.
Siguió
don Antonio Moreno al Caballero de la Blanca Luna, y siguiéronle también, y aun
persiguiéronle, muchos muchachos, hasta que le cerraron en un mesón, dentro de
la ciudad. Entró el don Antonio con deseo de conocerle; salió un escudero a
recebirle y a desarmarle; encerróse en una sala baja, y con él don Antonio, que
no se le cocía el pan hasta saber quién fuese. Viendo, pues, el de la Blanca
Luna que aquel caballero no le dejaba, le dijo:
-Bien
sé, señor, a lo que venís, que es a saber quién soy; y porque no hay para qué
negároslo, en tanto que este mi criado me desarma os lo diré, sin faltar un
punto a la verdad del caso. Sabed, señor, que a mí me llaman el bachiller
Sansón Carrasco; soy del mesmo lugar de don Quijote de la Mancha, cuya locura y
sandez mueve a que le tengamos lástima todos cuantos le conocemos, y entre los
que más se la han tenido he sido yo; y creyendo que está su salud en su reposo,
y en que se esté en su tierra y en su casa, di traza para hacerle estar en
ella, y así, habrá tres meses que le salí al camino como caballero andante,
llamándome el Caballero de los Espejos, con intención de pelear con él y vencerle, sin hacerle daño, poniendo
por condición de nuestra pelea que el vencido quedase a discreción del
vencedor; y lo que yo pensaba pedirle, porque ya le juzgaba por vencido, era
que se volviese a su lugar y que no saliese dél en todo un año, en el cual tiempo
podría ser curado; pero la suerte lo ordenó de otra manera, porque él me venció
a mí y me derribó del caballo, y así, no tuvo efecto mi pensamiento: él
prosiguió su camino, y yo me volví, vencido, corrido y molido de la caída, que
fue además peligrosa; pero no por esto se me quitó el deseo de volver a
buscarle y vencerle, como hoy se ha
visto. Y como él es tan puntual en guardar las órdenes de la andante
caballería, sin duda alguna guardará la que le he dado, en cumplimiento de su
palabra. Esto es, señor, lo que pasa, sin que tenga que deciros otra cosa
alguna: suplícoos no me descubráis, ni le digáis a don Quijote quién soy,
porque tengan efeto los buenos pensamientos míos y vuelva a cobrar su juicio un
hombre que lo tiene bonísimo, como le dejen las sandeces de la caballería.
CAPÍTULO XLVII. EL MÉDICO NO DEJA
COMER A SANCHO. Donde se prosigue cómo se portaba Sancho Panza en su gobierno.
Cuenta
la historia que desde el juzgado llevaron a Sancho Panza a un suntuoso palacio,
adonde en una gran sala estaba puesta una real y limpísima mesa; y así como
Sancho entró en la sala, sonaron chirimías y salieron cuatro pajes a darle
aguamanos, que Sancho recibió con mucha gravedad.
Cesó
la música, sentóse Sancho a la cabecera de la mesa, porque no había más de
aquel asiento, y no otro servicio en
toda ella. Púsose a su lado en pie un personaje, que después mostró ser médico,
con una varilla de ballena en la mano. Levantaron una riquísima y blanca toalla
con que estaban cubiertas las frutas y mucha diversidad de platos de diversos
manjares; uno que parecía estudiante echó la bendición, y un paje puso un
babador randado a Sancho; otro que hacía el oficio de maestresala, llegó un
plato de fruta delante; pero apenas hubo comido un bocado, cuando el de la
varilla, tocando con ella en el plato, se le quitaron de delante con grandísima
celeridad; pero el maestresala le llegó otro de otro manjar. Iba a probarlo
Sancho; pero antes que llegase a él, ni le gustase, ya la varilla había tocado
en él, y un paje, alzádole con tanta presteza como el de la fruta. Visto lo
cual por Sancho, quedó suspenso, y mirando a todos, preguntó si se había de
comer aquella comida como juego de maesecoral. A lo cual respondió el de la vara:
-No
se ha de comer, señor gobernador, sino como es uso y costumbre en las otras
ínsulas donde hay gobernadores. Yo, señor, soy médico, y estoy asalariado en
esta ínsula para serlo de los gobernadores della, y miro por su salud mucho más
que por la mía, estudiando de noche y de día, y tanteando la complexión del
gobernador, para acertar a curarle cuando cayere enfermo; y lo principal que hago es asistir a sus
comidas y cenas, y a dejarle comer de lo que me parece que le conviene, y a
quitarle lo que imagino que le ha de hacer daño y ser nocivo al estómago; y
así, mandé quitar el plato de la fruta, por ser demasiadamente húmeda, y el
plato del otro manjar también le mandé quitar, por ser demasiadamente caliente
y tener muchas especies, que acrecientan la sed; y el que mucho bebe, mata y consume el húmedo
radical, donde consiste la vida.
-Desa
manera, aquel plato de perdices que están allí asadas y, a mi parecer, bien
sazonadas, no me harán algún daño.
A
lo que el médico respondió:
-Esas
no comerá el señor gobernador en tanto que yo tuviere vida.
-Pues
¿por qué? -dijo Sancho. Y el médico respondió:
-Porque
nuestro maestro Hipócrates, norte y luz de la medicina, en un aforismo suyo,
dice: Omnis saturatio mala, perdices autem pessima. Quiere decir: «Toda hartazga
es mala; pero la de las perdices,
malísima.»
Si
eso es así -dijo Sancho-, vea el señor doctor- de cuantos manjares hay en esta
mesa cuál me hará más provecho y cuál menos daño, y déjeme comer dél sin que me
le apalee; porque por vida del gobernador, y así Dios me le deje gozar, que me
muero de hambre, y el negarme la comida, aunque le pese al señor doctor y él
más me diga, antes será quitarme la vida que aumentármela.
-Vuestra
merced tiene razón, señor gobernador -respondió el médico-, y así, es mi parecer
que vuestra merced no coma de aquellos conejos guisados que allí están, porque
es manjar peliagudo. De aquella ternera, si no fuera asada y en adobo, aún se
pudiera probar; pero no hay para qué.
Y
Sancho dijo:
-Aquel
platonazo, que está más adelante vahando me parece que es olla podrida, que por
la diversidad de cosas que en las tales ollas podridas hay, no podré dejar de
topar con alguna que me sea de gusto y de provecho.
-Absit!
-dijo el médico-. Vaya lejos de nosotros tan mal pensamiento: no hay cosa en el
mundo de peor mantenimiento que una olla podrida. Allá las ollas podridas para
los canónigos o para los retores de colegios, o para las bodas labradorescas, y
déjennos libres las mesas de los gobernadores, donde ha de asistir todo primor
y toda atildadura y la razón es porque siempre y a doquiera y de quienquiera,
son más estimadas las medicinas simples que las compuestas, porque en las
simples no se puede errar y en las compuestas sí, alterando la cantidad de las
cosas de que son compuestas; mas lo que yo sé que ha de comer el señor
gobernador ahora para conservar su salud y corroborarla, es un ciento de
cañutillos de suplicaciones y unas tajadicas subtiles de carne de membrillo,
que te asienten el estómago y le ayuden a la digestión.
Oyendo
esto Sancho, se arrimó sobre el espaldar de la silla y miró de hito en hito al
tal médico, y con voz grave le preguntó cómo se llamaba y dónde había
estudiado. A lo que él respondió:
-Yo,
señor gobernador, me llamo el doctor Pedro Recio de Agüero, y soy natural de un
lugar llamado Tirteafuera, que está entre Caracuel y Almodóvar del Campo, a la
mano derecha, y tengo el grado de doctor por la universidad de Osuna.
A
lo que respondió Sancho, todo encendido de cólera:
-Pues
señor doctor Pedro Recio de Mal Agüero, natural de Tirteafuera, lugar que está
a la derecha mano como vamos de Caracuel a Almodóvar del Campo, graduado en
Osuna, quíteseme luego de delante, si no, voto al sol que tome un garrote y que
a garrotazos, comenzando por él, no me ha de quedar médico en toda la ínsula, a
lo menos de aquellos que yo entienda que son ignorantes; que a los médicos
sabios, prudentes y discretos los pondré sobre mi cabeza y los honraré como a
personas divinas. Y vuelvo a decir que se me vaya, Pedro Recio, de aquí; si no,
tomaré esta silla donde estoy sentado y se la estrellaré en la cabeza, y
pídanmelo en residencia, que yo me descargaré con decir que hice servicio a
Dios en matar a un mal médico, verdugo de la república. Y denme de comer, o si
no, tómense su gobierno, que oficio que no da de comer a su dueño no vale dos
habas.
Alborotóse
el doctor viendo tan colérico al gobernador, y quiso hacer tirteafuera de la
sala, sino que en aquel instante sonó una corneta de posta en la calle, y […]
CAPÍTULO LIII. SANCHO ENVUELTO EN
ESCUDOS PAVESES Y FIN DE SU GOBIERNO. Del fatigado fin y remate que tuvo el
gobierno de Sancho Panza.
Pensar
que en esta vida las cosas della han de durar siempre en un estado es pensar en
lo excusado; antes parece que ella anda todo en redondo, digo, a la redonda: la
primavera sigue al verano, el verano al estío, el estío al otoño, y el otoño al
invierno, y el invierno a la primavera, y así torna a andarse el tiempo con
esta rueda continua; sola la vida humana corre a su fin ligera más que el tiempo, sin esperar renovarse si no es
en la otra, que no tiene términos que la limiten. Esto dice Cide Hamete,
filósofo mahomético; porque esto de entender la ligereza e instabilidad de la
vida presente, y de la duración de la eterna que se espera, muchos sin lumbre
de fe, sino con la luz natural, lo han entendido; pero aquí nuestro autor lo
dice por la presteza con que se acabó, se consumió, se deshizo, se fue como en
sombra y humo el gobierno de Sancho.
El
cual, estando la séptima noche de los días de su gobierno en su cama, no harto
de pan ni de vino, sino de juzgar y dar pareceres y de hacer estatutos y
pragmáticas, cuando el sueño, a despecho y pesar de la hambre, le comenzaba a
cerrar los párpados, oyó tan gran ruido de campanas y de voces, que no parecía
sino que toda la ínsula se hundía. Sentóse en la cama, y estuvo atento y
escuchando, por ver si daba en la cuenta de lo que podía ser la causa de tan
grande alboroto; pero no sólo no lo supo, pero añadiéndose al ruido de voces y
campanas el de infinitas trompetas y atambores, quedó más confuso y lleno de
temor y espanto; y levantándose en pie, se puso unas chinelas, por la humedad
del suelo, y sin ponerse sobrerropa de levantar, ni cosa que se pareciese,
salió a la puerta de su aposento a tiempo cuando vio venir por unos corredores
más de veinte personas con hachas encendidas en las manos y con las espadas
desenvainadas, gritando todos a grandes voces:
-¡Arma,
arma, señor gobernador, arma!; que han entrado infinitos enemigos en la ínsula,
y somos perdidos si vuestra industria y valor no nos socorre.
Con
este ruido, furia y alboroto llegaron donde Sancho estaba, atónito y embelesado
de lo que oía y veía, y cuando llegaron a él, uno le dijo:
-¡Ármese
luego vuestra señoría, si no quiere perderse y que toda esta ínsula se pierda!
-¿Qué
me tengo de armar? -respondió Sancho-, ¿ni qué sé yo de armas ni de socorros?
Estas cosas mejor será dejarlas para mi amo don Quijote, que en dos paletas las
despachará y pondrá en cobro; que yo, pecador fui a Dios, no se me entiende
nada destas prisas.
-¡Ah,
señor gobernador! -dijo otro-. ¿Qué relente es ése? Ármese vuestra merced, que
aquí le traemos armas ofensivas y defensivas, y salga a esa plaza, y sea
nuestra guía y nuestro capitán, pues de
derecho le toca el serlo, siendo nuestro gobernador.
-¡Ármenme
norabuena -replicó Sancho.
Y
al momento le trujeron dos paveses, que venían proveídos Bellos, y le pusieron
encima de la camisa, sin dejarle tomar otro vestido, un pavés delante y otro
detrás, y por unas concavidades que traían hechas le sacaron los brazos, y le
liaron muy bien con unos cordeles, de modo que quedó emparedado y entablado,
derecho como un huso, sin poder doblar las rodillas ni menearse un solo paso.
Pusiéronle en las manos una lanza, a la cual se arrimó para poder tenerse en
pie. Cuando así le tuvieron, le dijeron que caminase, y los guiase, y animase a
todos; que siendo él su norte, su lanterna y su lucero, tendrían buen fin sus
negocios.
-¿Cómo
tengo de caminar, desventurado yo -respondió Sancho-, que no puedo jugar las
choquezuelas de las rodillas, porque me lo impiden estas tablas que tan cosidas
tengo con mis carnes? Lo que han de hacer es llevarme en brazos y ponerme,
atravesado o en pie, en algún postigo, que yo le guardaré, o con esta lanza o
con mi cuerpo.
Ande,
señor gobernador -dijo otro-, que más el miedo que las tablas le impiden el
paso; acabe y menéese, que es tarde, y los enemigos crecen, y las voces se
aumentan, y el peligro carga.
Por
cuyas persuasiones y vituperios probó el pobre gobernador a moverse, y fue a
dar consigo en el suelo tan gran golpe que pensó que se había hecho pedazos.
Quedó como galápago encerrado y cubierto con sus conchas, o como medio tocino
metido entre dos artesas, o bien así como barca
que da al través en la arena; y no por verle caído aquella gente
burladora le tuvieron compasión alguna; antes, apagando las antorchas, tornaron
a reforzar las voces, y a reiterar el ¡arma! con tan gran priesa, pasando por
encima del pobre Sancho, dándole infinitas cuchilladas sobre los paveses, que
si él no recogiera y encogiera metiendo la cabeza entre los paveses, lo pasara
muy mal el pobre gobernador, el cual, en aquella estrecheza recogido, sudaba y
trasudaba, y de todo corazón se encomendaba a Dios que de aquel peligro le
sacase.
Unos
tropezaban en él, otros caían, y tal hubo que se puso encima un buen espacio, y
desde allí, como desde atalaya, gobernaba los ejércitos, y a grandes voces
decía:
-¡Aquí
de los nuestros, que por esta parte cargan más los enemigos! ¡Aquel portillo se
guarde, aquella puerta se cierre, aquellas escalas se tranquen! ¡Vengan
alcancías, pez y resina en calderas de aceite ardiendo! ¡Trinchéense las calles
con colchones!
En
fin, él nombraba con todo ahínco todas las baratijas e instrumentos y
pertrechos de guerra con que suele
defenderse el asalto de una ciudad, y el molido Sancho, que lo escuchaba y
sufría todo, decía entre sí:
-¡Oh,
si mi Señor fuese servido que se acabase ya de perder esta ínsula, y me viese
yo o muerto o fuera desta grande angustia!
Oyó
el cielo su petición, y cuando menos lo esperaba, oyó voces que decían:
-¡Vitoria,
vitoria! ¡Los enemigos van de vencida! ¡Ea, señor gobernador, levántese vuestra
merced y venga a gozar del vencimiento y a repartir los despojos que se han
tomado a los enemigos, por el valor dese invencible brazo!
-Levántenme
-dijo con voz doliente el dolorido Sancho. Ayudáronle a levantar, y puesto en
pie, dijo:
-El
enemigo que yo hubiere vencido quiero que me le claven en la frente. Yo no
quiero repartir despojos de enemigos, sino pedir y suplicar a algún amigo, si
es que le tengo, que me dé un trago de vino, que me seco, y me enjugue este
sudor, que me hago agua.
Limpiáronle,
trujéronle el vino, desliáronle los paveses, sentóse sobre su lecho y desmayóse
del temor, del sobresalto y del trabajo. Ya les pesaba a los de la burla de
habérsela hecho tan pesada; pero el haber vuelto en sí Sancho les templó la
pena que les había dado su desmayo. Preguntó qué hora era; respondiéronle que
ya amanecía. Calló, y sin decir otra cosa, comenzó a vestirse, todo sepultado
en silencio, y todos le miraban y esperaban en qué había de parar la priesa con
que se vestía. Vistióse, en fin, y poco a poco, porque estaba molido y no podía
ir mucho a mucho, se fue a la caballeriza, siguiéndole todos los que allí se
hallaban, y llegándose al rucio, le abrazó y le dio un beso de paz en la frente, y no sin lágrimas
en los ojos, le dijo:
-Venid
vos acá, compañero mío y amigo mío, y conllevador de mis trabajos y miserias:
cuando yo me avenía con vos y no tenía otros pensamientos que los que me daban
los cuidados de remendar vuestros aparejos y de sustentar vuestro corpezuelo,
dichosas eran mis horas, mis días y mis años; pero después que os dejé y me
subí sobre las torres de la ambición y de la soberbia, se me han entrado por el
alma adentro mil miserias, mil trabajos y cuatro mil desasosiegos.
Y
en tanto que estas razones iba diciendo, iba asimesmo enalbardando el asno, sin
que nadie nada le dijese. Enalbardado,
pues, el rucio, con gran pena y pesar subió sobre él, y encaminando sus palabras y razones al mayordomo, al
secretario, al maestresala y a Pedro Recio el doctor, y a otros muchos que allí
presentes estaban, dijo:
-Abrid
camino, señores míos, y dejadme volver a mi antigua libertad; dejadme que vaya
a buscar la vida pasada, para que me resucite desta muerte presente. Yo no nací
para ser gobernador, ni para defender ínsulas ni ciudades de los enemigos que
quisieran acometerlas. Mejor se me entiende a mí de arar y cavar, podar y
ensarmentar las viñas, que de dar leyes ni de defender provincias ni reinos.
Bien se está San Pedro en Roma: quiero decir, que bien se está cada uno usando
el oficio para que fue nacido. Mejor me está a mí una hoz en la mano que un
cetro de gobernador; más quiero hartarme de gazpachos que estar sujeto a la
miseria de un médico impertinente que me mate de hambre, y más quiero
recostarme a la sombra de una encina en el verano y arroparme con un zamarro de
dos pelos en el invierno, en mi libertad, que acostarme con la sujeción del
gobierno entre sábanas de holanda y vestirme de martas cebollinas.
Vuestras
mercedes se queden con Dios, y digan al duque mi señor que, desnudo nací,
desnudo me hallo: ni pierdo ni gano;
quiero decir, que sin blanca entré en este gobierno, y sin ella salgo, bien al
revés de como suelen salir los gobernadores de otras ínsulas. Y apártense:
déjenme ir, que me voy a bizmar; que creo que tengo brumadas todas las
costillas, merced a los enemigos que esta noche se han paseado sobre mí.
CAPÍTULO LXVII. DON QUIJOTE Y SANCHO, DERROTADOS, SE PROPONEN
HACERSE PASTORES. De la resolución que tomó don Quijote de hacerse pastor y
seguir la vida del campo, en tanto que se pasaba el año de su promesa, con
otros sucesos en verdad gustosos y buenos.
[…] En estas pláticas iban siguiendo su
camino, cuando llegaron al mesmo sitio y lugar donde fueron atropellados de los
toros. Reconocióle don Quijote; dijo a Sancho:
-Éste
es el prado donde topamos a las bizarras pastoras y gallardos pastores que en
él querían renovar e imitar a la pastoral Arcadia, pensamiento tan nuevo como
discreto, a cuya imitación, si es que a ti te parece bien, querría, ¡oh
Sancho!, que nos convirtiésemos en pastores siquiera el tiempo que tengo de
estar recogido. Yo compraré algunas ovejas, y todas las demás cosas que al
pastoral ejercicio son necesarias, y llamándome yo el pastor Quijótiz, y tú el
pastor Pancino, nos andaremos por los montes, por las selvas y por los prados,
cantando aquí, endechando allí, bebiendo de los líquidos cristales de las
fuentes, o ya de los limpios arroyuelos, o de los caudalosos ríos. Daránnos con
abundantísima mano de su dulcísimo fruto las encinas, asiento los troncos de
los durísimos alcornoques, sombra los sauces, olor las rosas, alfombras de mil
colores matizados los extendidos prados, aliento el aire claro y puro, luz la
luna y las estrellas, a pesar de la escuridad de la noche; gusto el canto,
alegría el lloro, Apolo versos, el amor conceptos, con que podremos hacernos
eternos y famosos, no sólo en los presentes, sino en los venideros siglos.
-Pardiez
-dijo Sancho-, que me ha cuadrado, y aun esquinado, tal género de vida; y más,
que no la han de haber visto aún el
bachiller Sansón Carrasco y maese Nicolás el barbero, cuando la han de querer
seguir, y hacerse pastores con nosotros; y aun quiera Dios no le venga en
voluntad al cura de entrar también en el aprisco, según es de alegre y amigo de
holgarse.
-Tú
has dicho muy bien -dijo don Quijote-; y podrá llamarse el bachiller Sansón
Carrasco, si entra en el pastoral
gremio, como entrará sin duda, el pastor Sansonino, o ya el pastor Carrascón;
el barbero Nicolás se podrá llamar Miculoso, como ya el antiguo Boscán se llamó
Nemoroso, al cura no sé qué nombre le pongamos, si no es algún derivativo de su
nombre, llamándole el pastor Curiambro. Las pastoras de quien hemos de ser
amantes, como entre peras podremos escoger sus nombres; y pues el de mi señora
cuadra así al de pastora como al de princesa, no hay para qué cansarme en
buscar otro que mejor le venga; tú, Sancho, pondrás a la tuya el que quisieres.
-No
pienso -respondió Sancho- ponerle otro alguno sino el de Teresona, que le
vendrá bien con su gordura y con el propio que tiene, pues se llama Teresa; y
más, que celebrándola yo en mis versos, vengo a descubrir mis castos deseos,
pues no ando a buscar pan de trastrigo por las casas ajenas. El cura no será
bien qué tenga pastora, por dar buen ejemplo; y si quisiere el bachiller
tenerla, su alma en su palma.
-¡Válame
Dios -dijo don Quijote-, y qué vida nos hemos de dar, Sancho amigo! ¡Qué de
churumbelas han de llegar a nuestros oídos, qué de gaitas zamoranas, qué de
tamborines, y qué de sonajas, y qué de rabeles! Pues ¡qué si entre estas
diferencias de música resuena la de los albogues! Allí se verán casi todos los
instrumentos pastorales.
-¿Qué
son albogues -preguntó Sancho-, que ni los he oído nombrar, ni los he visto en
toda mi vida?
-Albogues
son -respondió don Quijote- unas chapas a modo de candeleros de azófar, que
dando una con otra por lo vacío y hueco, hace un son, si no muy agradable ni
armónico, no descontenta, y viene bien con la rusticidad de la gaita y del
tamborín; y este nombre albogues es morisco, como lo son todos aquellos que en
nuestra lengua castellana comienzan en al, conviene a saber: almohaza,
almorzar, alhombra, alguacil, alhucema, almacén, alcancía, y otros semejantes,
que deben ser pocos más; y sólos tres tiene nuestra lengua que son moriscos y
acaban en i, y son borceguí, zaquizamí y maravedí. Alhelí y alfaquí, tanto por
el al primero como por el i en que acaban, son conocidos por arábigos. Esto te
he dicho, de paso, por habérmelo reducido a la memoria la ocasión de haber
nombrado albogues; y hanos de ayudar mucho al parecer en perfección este ejercicio
el ser yo algún tanto poeta, como tú sabes, y el serlo también en extremo el
bachiller Sansón Carrasco. Del cura no digo nada; pero yo apostaré que debe
tener sus puntas y collares de poeta y que las tenga también maese Nicolás, no
dudo en ello, porque todos, o los más, son guitarristas y copleros. Yo me
quejaré de ausencia; tú te alabarás de firme enamorado; el pastor Carrascón, de
desdeñado; y el cura Curiambro, de lo que él más puede servirse, y así, andará
la cosa que no haya más que desear.
A
lo que respondió Sancho:
-Yo
soy, señor, tan desgraciado, que temo no ha de llegar el día en que en tal
ejercicio me vea.
¡Oh,
qué polidas cucharas tengo de hacer cuando pastor me vea! ¡Qué de migas, qué de
natas, qué de guirnaldas y qué de
zarandajas pastoriles, que, puesto que no me granjeen fama de discreto, no
dejarán de granjearme
la de ingenioso!
Sanchica mi hija
nos llevará la
comida al hato. Pero,
¡guarda!,
que es de buen parecer, y hay pastores más maliciosos que simples, y no querría
que fuese por lana y volviese trasquilada; y también suelen andar los amores y
los no buenos deseos por los campos como por las ciudades, y por las pastorales
chozas como por los reales palacios, y quitada la causa se quita el pecado; y
ojos que no ven, corazón que no quiebra; y más vale salto de mata que ruego de
hombres buenos.
-No
más refranes, Sancho -dijo don Quijote-, pues cualquiera de los que has dicho
basta para dar a entender tu pensamiento; y muchas veces te he aconsejado que
no seas tan pródigo de refranes y que te vayas a la mano en decirlos; pero
paréceme que es predicar en desierto, y «castígame mi madre, y yo trómpogelas».
-Paréceme
-respondió Sancho- que vuestra merced es como lo que dicen: «Dijo la sartén a
la caldera: Quítate allá, ojinegra.» Estáme reprendiendo que no diga yo
refranes, y ensártalos vuestra merced de dos en dos.
-Mira,
Sancho -respondió don Quijote-: yo traigo los refranes a propósito, y vienen
cuando los digo como anillo en el dedo;
pero tráeslos tan por los cabellos, que los arrastras, y no los guías; y si no
me acuerdo mal, otra vez te he dicho que los refranes son sentencias breves,
saciadas de la experiencia y especulación de nuestros antiguos sabios; y el
refrán que no viene a propósito, antes es disparate que sentencia. Pero
dejémonos desto, y pues ya viene la noche, retirémonos del camino real algún
trecho, donde pasaremos esta noche, y Dios sabe lo que será mañana.
CAPÍTULO
LXXIV. DON QUIJOTE RECOBRA LA CORDURA. De cómo don Quijote cayó malo, y del
testamento que hizo, y su muerte.
[…]
Estuvo atenta la sobrina a las razones del tío, y pareciéronle más concertadas
que él solía decirlas, a lo menos, en aquella enfermedad, y preguntóle:
-¿Qué
es lo que vuestra merced dice, señor? ¿Tenemos algo de nuevo? ¿Qué misericordias
son éstas, o qué pecados de los hombres?
-Las
misericordias -respondió don Quijote-, sobrina, son las que en este instante ha
usado Dios conmigo, a quien, como dije, no las impiden mis pecados. Yo tengo
juicio ya, libre y claro, sin las sombras caliginosas de la ignorancia, que
sobre él me pusieron mi amarga y continua leyenda de los detestables libros de
las caballerías. Ya conozco sus disparates y sus embelecos, y no me pesa sino
que este desengaño ha llegado tan tarde, que no me deja tiempo para hacer
alguna recompensa, leyendo otros que sean luz del alma. Yo me siento, sobrina,
a punto de muerte; querría hacerla de tal modo, que diese a entender que no
había sido mi vida tan mala, que dejase renombre de loco; que puesto que lo he
sido, no querría confirmar esta verdad en mi muerte. Llámame, amiga, a mis
buenos amigos: al cura, al bachiller Sansón Carrasco y a maese Nicolás el
barbero, que quiero confesarme y hacer mi testamento.
Pero
de este trabajo se excusó la sobrina con la entrada de los tres. Apenados los
vio don Quijote, cuando dijo:
-Dadme
albricias, buenos señores, de que ya yo no soy don Quijote de la Mancha, sino
Alonso Quijano, a quien mis costumbres me dieron renombre de Bueno. Ya soy
enemigo de Amadís de Gaula y de toda la
infinita caterva de su linaje; ya me son odiosas todas las historias profanas
de la andante caballería; ya conozco mi necedad y el peligro en que me pusieron
haberlas leído; ya, por misericordia de Dios, escarmentado en cabeza propia,
las abomino.
Cuando
esto le oyeron decir los tres, creyeron, sin duda, que alguna nueva locura le
había tomado. Y Sansón le dijo:
-¿Ahora,
señor don Quijote, que tenemos nueva que está desencantada la señora Dulcinea,
sale vuestra merced con eso? Y ¿agora que estamos tan a pique de ser pastores,
para pasar cantando la vida, como unos príncipes, quiere vuestra merced hacerse
ermitaño? Calle por su vida, vuelva en sí,
y déjese de cuentos.
-Los
de hasta aquí -replicó don Quijote-, que han sido verdaderos en mi daño, los ha
de volver mi muerte, con ayuda del cielo, en mi provecho. Yo, señores, siento
que me voy muriendo a toda priesa; déjense burlas aparte, y tráiganme un
confesor que me confiese y un escribano que haga mi testamento; que en tales
trances como éste no se ha de burlar el hombre con el alma; y así, suplico que
en tanto que el señor cura me confiesa, vayan por el escribano.
Miráronse
unos a otros, admirados de las razones de don Quijote, y, aunque en duda, le
quisieron creer; y una de las señales por donde conjeturaron se moría fue el
haber vuelto con tanta facilidad de loco
a cuerdo; porque a las ya dichas razones añadió otras muchas tan bien dichas,
tan cristianas y con tanto concierto,
que del todo les vino a quitar la duda, y a creer que estaba cuerdo.
Hizo
salir la gente el cura, y quedóse sólo con él, y confesóle.
El
bachiller fue por el escribano, y de allí a poco volvió con él y con Sancho
Panza; el cual Sancho (que ya sabía por nuevas del bachiller en qué estado
estaba su señor), hallando a la ama y a la sobrina llorosas, comenzó a hacer
pucheros y a derramar lágrimas. Acabóse la confesión, y salió el cura,
diciendo:
-Verdaderamente
se muere, y verdaderamente está cuerdo Alonso Quijano el Bueno; bien podemos entrar para que haga su testamento.
Estas
nuevas dieron un terrible empujón a los ojos preñados de ama, sobrina, y de
Sancho Panza su buen escudero; de tal manera, que los hizo reventar las
lágrimas de los ojos y mil profundos suspiros del pecho; porque verdaderamente,
como alguna vez se ha dicho, en tanto que don Quijote fue Alonso Quijano el
Bueno, a secas, y en tanto que fue don Quijote de la Mancha, fue siempre de
apacible condición y de agradable trato, y por esto no sólo era bien querido de
los de su casa, sino de todos cuantos le conocían.
Entró
el escribano con los demás, y después de haber hecho la cabeza del testamento y
ordenado su alma don Quijote, con todas aquellas circunstancias cristianas que
se requieren, llegando a las mandas, dijo:
-Iten,
es mi voluntad que de ciertos dineros que Sancho Panza, a quien en mi locura
hice mi escudero, tiene, que porque ha habido entre él y mí ciertas cuentas, y
dares y tomares, quiero que no se le
haga cargo dellos, ni se le pida cuenta alguna, sino que si sobrare alguno
después de haberse pagado de lo que le debo, el restante sea suyo, que será
bien poco, y buen provecho le haga; y si como estando yo loco fui parte para
darle el gobierno de la ínsula, pudiera agora, estando cuerdo, darle el de un reino, se le diera,
porque la sencillez de su condición y fidelidad de su trato lo merece.
Y
volviéndose a Sancho, le dijo:
-Perdóname,
amigo, de la ocasión que te he dado de parecer loco como yo, haciéndote caer en
el error en que yo he caído, de que hubo y hay caballeros andantes en el mundo.
-¡Ay!
-respondió Sancho llorando-: No se muera vuestra merced, señor mío, sino tome
mi consejo, y viva muchos años; porque la mayor locura que puede hacer un
hombre en esta vida es dejarse morir, sin más ni más, sin que nadie le mate, ni
otras manos le acaben que las de la melancolía. Mire no sea perezoso, sino
levántese desa cama, y vámonos al campo vestidos de pastores, como tenemos
concertado: quizá tras de alguna mata hallaremos a la señora Dulcinea
desencantada, que no haya más que ver. Si es que se muere de pesar de verse
vencido, écheme a mí la culpa, diciendo que por haber yo cinchado mal a
Rocinante le derribaron; cuanto más que vuestra merced habrá visto en sus
libros de caballerías ser cosa ordinaria derribarse unos caballeros a otros, y
el que es vencido hoy ser vencedor mañana.
-Así
es -dijo Sansón-, y el buen Sancho Panza está muy en la verdad destos casos.
-Señores
-dijo don Quijote-, vámonos poco a poco, pues ya en los nidos de antaño no hay
pájaros hogaño. Yo fui loco, y ya soy cuerdo: fui don Quijote de la Mancha, y
soy agora, como he dicho, Alonso Quijano el Bueno. […]
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